Calor de hogar

El cielo y el paisaje que podía ver desde mi ventana comenzaba a perder el color, todo se tornaba en una curiosa manta de diferentes tonalidades de gris azulado, el viento que soplaba era gélido y hacía tiritar hasta al más valiente. Se acercaba aquello que caracoles y babosas predecían con su presencian, en un carruaje de nubes negras.

La primera gota calló, la pude divisar sin problema, viendo el halo mojado que imprimía en el suelo justo donde había impactado, como si fuera un proyectil lanzado desde las alturas. Quién sabe desde dónde, aquella pequeña gotita, fue lanzada, a qué altura comenzaría su camino, o incluso si sabría que iba a tener tan terrible destino. Otra más la acompañó, y en menos de un segundo otra más, y otra, y otra más. Cada una dejando su huella en aquel viejo suelo de piedra, intentando cubrir su totalidad de los espectros de las gotas.

Al poco tiempo lo habían conseguido, el suelo estaba completamente cubierto de un fino manto húmedo que oscurecía la piedra con la que estaba hecho. Dentro de casa parecía esta ajeno a esta fría estampa, el calor de una gran chimenea me arropaba con su calidez mientras miraba al bello paisaje del exterior. El característico olor de la chimenea inundaba mis fosas nasales, transportándome a todo un mundo de recuerdos, vivencias agradables que su fuego había presenciado. El color naranja amarillento tan acogedor que esta desprendía conseguía alumbrar toda la habitación a la par que calentarla.

Allí fuera el agua caía con más y más intensidad, como si las nubes descargaran su ira contra la tierra, era cuando el cielo se acercaba a la tierra, queriendo tocarla, queriendo rozarla en una suave caricia y parecía llorar de impotencia. No sabría decir si fue mi imaginación o realmente podía oler ese agradable y hermoso olor a tierra mojada. ¿Era posible, desde dentro de la cabaña, olerlo? ¿Sólo era un sueño provocado por el anhelo que despertaba aquel recuerdo de tierra mojada?

El calor que me proporcionaba ese cálido jersey de lana que protegía mis huesos de ser calados por la humedad de la zona y tan agradable era su tacto. Era como el más dulce e íntimo de los abrazos, uno que guardaba del frío y de todo mal que pudiera haber, aquel chaleco de lana, quizás algo antiguo, pero el mejor que tenía. No podía evitar tenerlo como el mejor, pues un fino lazo emocional me une a él, haciéndolo una parte más de mi cuerpo, como una extensión de mi.

Al otro lado de la ventana, una burbuja de aire se había formado en el suelo. Iba esquivando como podía las fuertes gotas de lluvia que caían. Cada vez que una lo hacía, aparecía otra burbuja que poco tiempo de vida tenía, al momento, otra gota llegaba destrozando aquella pompa errante por el suelo, impidiendo que siguiera más sin rumbo fijo. Aquello, para mi, era todo un espectáculo, me fascinaba, y me relajaba aquel suave sonido de miles de gotas de agua cayendo dispares.

El cielo, gris oscuro en su totalidad, se iluminó en un sólo instante para volver a su tono original. De pronto, un gruñido invernal se escuchó a lo lejos. Siete. Aún la tormenta está lejos. Pensé, como cuando era pequeño, aquel viejo truco que mi abuelo me enseñó. Lejos de ser científico, contenía un alto valor sentimental el mero hecho de contar el tiempo transcurrido entre el rayo y el relámpago. Me gustaba ese sonido, en sé escuchaba potencial, se podía oír todo el poder de la naturaleza. 

Aquella tarde la pasé junto a la ventana, a una distancia considerablemente lejos de la chimenea, viendo llover, mirando cómo el cielo tocaba la tierra resguardado en esta pequeña cabaña  junto al fuego.



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