Cien gaviotas
Hoy el día no es como los demás. El cielo es gris y no lo puedes cambiar. No has visto a nadie con quien derrumbar los muros que gobiernan en esta ciudad. Las olas intentando salirse del mar. Nadie con quien disfrutar placeres que tú solo imaginaras. Hoy el viento sopla más de lo normal. Y yo, sentado en mi cama, viendo la vida pasar con el murmullo constante de cada ola, me pregunto antes de que salga el sol, y las cien gaviotas ¿dónde irán?
Un pequeño pueblo pesquero. El que nunca cambia. El de siempre. Las cortinas de la habitación de este niño impiden que entre ningún haz de luz. Un niño que creció sin avisar. Llegan olores del pasado. Un pasado que debería doler, y paradójicamente la marea se ha llevado por fin todo el dolor. Yo soy aquel marinero que se cansó de estar en tierra mirando la vida pasar. El que se cansó de ver siempre la luz del mismo faro en el horizonte.
No sé si seré el único que condiciona toda la travesía al puerto arribado. No sé si alguien más ve la vida como una preparación continua, a prueba y error, de su inevitable final. Un final que en tantísimos casos es hasta indigno para un ser humano, que hace a uno pensar si echar la cruz al dios que permitiera eso, o, llegado el momento, vender lo que quede de mi alma a cualquier demonio que quiera comprarla para no acabar así.
Salgo de las cuatro paredes que me confinan. Aún no ha salido ni el sol. Tan solo las tenues luces de las farolas y el continuo sonido de las olas. Que camine hacia el puerto, abrazado por el frío de una madrugada que se va, no me hace sentir la nostalgia que tal vez debería, pero si hay algo que ahora manda sobre el corazón. El tacto frío de la verja al abrirse. El olor a sal más presente. Y un viejo barco, atracado hace siglos.
Hace diez mil inviernos que pisé esta tierra. Decir diez mil es decir tan sólo cuatro. ¿Pero qué importará el tiempo físico? ¿Qué importará una magnitud, supuesta constante, que el corazón interpreta a su manera? Paso mi mano por su superficie. Morriña. La palabra que busco es morriña. Subo con cuidado a la pequeña embarcación. Siento el barco mecerse de un lado a otro al son de las olas, la pasarela en su habitual vaivén canta con un pequeño chirrido. Cómo echaba esto de menos.
La mar tranquila me hace sentir cómodo, con confianza. Todo parece tan fácil y natural como quedarse dormido. Cierro los ojos. Con las manos acaricio el timón y luego me aferro a él. Imagino sentir el viento en la cara, revolviendo mi pelo, las minúsculas partículas de agua salada bombardeando mi cara. Hoy no es un día en el que beber y lamentar. No es día para vestir la camaleónica piel de un cobarde. Al abrir los ojos sólo veo lo que las farolas tienen el gusto de mostrarme.
Por la proa una ciudad que duerme, sólo unas casa tímidas tienen sus luces encendidas. Solo unos coches valientes circulan a esta hora. A babor el puerto, al que me unen unas amarras. A estribor la eternidad de un Atlántico oscuro, sin luces en él. Sólo puedo imaginarme su inmensidad y su verdadera magnitud. Esta morriña me hace olvidar el incidente que otrora me hiciera jurar no volver a hacerme a la mar. Y de nuevo el corazón se antepone a cualquier razón, me susurra que suelte las amarras, que me deje llevar.
Cuando suelto las cuerdas que me unen a tierra se ven las primeras luces del alba, se distingue el horizonte. Ya alzan el vuelo las primeras gaviotas, siguiendo mi barco que pone rumbo al horizonte. De nuevo en la mar, con el miedo de la primera vez. Mientras me pregunto de nuevo, y esas cien gaviotas, ¿dónde irán?
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