El fin del camino
Llegó el final, y con él esa nostalgia propia de no tener nada más que decir. Ya no quiero hablar más. No quiero volver a meter la pata de nuevo. No quiero que nada vuelva a doler hasta que se convierta en costumbre. Un camino injusto y fatigoso que me deja el mal sabor de boca de un esfuerzo inútil, de una retirada por la puerta de atrás, sin mayor gloria que la que mi consciencia me otorga por haber hecho todo lo mejor que he podido.
Ahora que sólo la niebla me rodea, sin dejarme ver ese equilibrio entre lo que quiero hacer, lo que debo y lo que necesito. Ahora que estoy sólo en un mundo completamente nuevo, en la otra orilla de la existencia. Ahora que no sé adónde ir y no sé a quién rezar. Compruebo amargamente como los cuentos que otrora reinaran en mi cabeza, que construyeran castillos en el aire, suceden en una realidad alternativa, en la que hay una especie de ley divina que hace justicia cuando se acerca el final.
Como si fuese una nueva mañana, me es imposible recordar el idílico sueño en el que, hasta hace escasos segundos, estaba sumergido. Por los minúsculos resquicios de mi memoria se vislumbra parte de ese sueño, de esa vida ya pasada que la lógica es incapaz de reconstruir. El sinsentido propio de los sueños hace que, una vez despierto, me parezca una auténtica locura volver a dormir. Como si no quisiera cerrar los ojos, por temor a volver a revivir un sueño que la lógica y la razón han convertido en pesadilla.
Camino por esta playa sin mar, un océano de arena y cristales rotos que ya ni siquiera cortan a mis pies descalzos. He aprendido a ignorar a las estatuas enmascaradas que rinden culto al cinismo y la hipocresía. He aprendido a aceptar la realidad sin edulcorarla, tan cruda como se muestra. A hacer de tripas corazón cuando ves lo que oculta el barniz con el que se maquilla la gente. Tan distinta a como dicen ser, tan iguales unos a otros.
El sonido de la sirena de un barco suena tan lejos y tan cercana de mi. Su sonido grave hace vibrar algo en mi pecho, tan triste como el llanto de un niño perdido en la oscuridad, tan melancólico como aquel que odia la travesía tan sólo por echar de menos un hogar. Como aquel que olvida las razones que le empujaron a irse, todo parece carecer de sentido. Ni la luz del sol es la misma, ni las nubes sin lluvia parecen traer el buen augurio de un refrescante chaparrón.
Como los pétalos de una margarita que poco a poco se va deshojando, perdiéndose en el viento, una a una van todas las ilusiones que un día una mente adolescente ideara y soñara. El silencio ahoga todo grito de impotencia que de mi garganta quiere salir. Impotencia que se escapa por mi voz rota en forma de aporreos de guitarra. Un simple juego que ha acabado, después de ganar todas las batallas, he perdido la guerra. Cansado y con las rodillas clavadas al suelo, me niego a seguir luchando.
Este barco que zozobra, este muro que se alza. Las cenizas de este árbol que año a año creció hasta el día que ardió en el recuerdo de cada memoria. Esta oración, como el grito al abismo, que nadie pareció escuchar. Esta arena dispersa que otrora estuviera dentro de un reloj que vaticinaba el inevitable fin del camino. La niebla que rodea cada recuerdo, la misma que decide jugar en mi contra en los momentos menos indicados, con las imágenes menos indicadas.
Ya no quiero hablar más, porque no hay más que decir. Una historia que termina, el momento el que ya da igual volver atrás. Es el fin del camino.
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