Dos almas perdidas

Sé que prometí que no lloraría al ver tu avión despegar del aeropuerto. Me prometí a mi mismo mantenerme fuerte en esta despedida. No es un «adiós», sólo un «hasta luego». Me repetía mil veces en mi cabeza, y realmente no quería creérmelo. Simplemente esperaba que el tiempo se pusiera de mi parte, diera un salto atrás y volviera a ser junio otra vez. Esperaba que nunca llegara el día en el que te tuvieras que marchar, y ahora que ha llegado, en mi vida comienza una nueva etapa.


Si crees que puedes decir que no hay nada amargo en las despedidas, estás equivocado. Cualquier despedida contiene siempre ese punto ácido que hace que broten las lágrimas de ambos lacrimales. Por otra parte queda un regusto dulce que es la espera del reencuentro, el saber que va a estar bien en el destino, que gracias a la tecnología de hoy día podemos estar en contacto siempre que queramos, y, aunque suene muy optimista, nunca dejaremos de pensar el uno en el otro.

Una despedida puede ser tan corta como un «hasta luego», o durar varios días. A tu habitación, a la hora del adiós le faltaba algo, faltaba vida. Al ver los muebles tan desnudos algo se me encogió en el corazón. En un momento muy delicado, cuando la persiana se va bajando y todo queda a oscuras. Sin nada y sumido en la oscuridad. Juraría que hasta el olor tan dulce de siempre se volvió un poco más amargo para despedirte.

Por desgracias todo lo dulce es eclipsado por las lágrimas de que no estarás aquí. De no poder irme yo contigo. Me invade el sentimiento de quedarme atrás, de estar estancado en la vida mientras todos a mi alrededor avanzan. Esas sensaciones que aparecen cada septiembre. Cada nuevo año lectivo. Es como si me encontrara caminando sobre el filo de una navaja, en un quiero y no puedo, entre lo que debo hacer y lo que se espera que haga.

Cada maleta cargada en el coche fue como un tierno beso que va formando un adiós. Por cada mochila que cargaba de alegría, había una maleta que guardaba en sí la añoranza, la nostalgia y recuerdos de un pasado aún caliente que me venían a la mente, evocando en mi momentos que tardaría un tiempo en poder volver a vivir. Un paseo de la mano, un abrazo, o pararnos para darnos un beso, parar el tiempo con él, hacernos inmortales durante lo que este dura.

Quizás conduje más despacio de lo habitual para alargar el tiempo que nos quedara juntos, o tal vez porque el coche iba cargado de emociones que con el más mínimo bache pudieran saltar. Cada pequeño detalle, como una mirada a través del espejo retrovisor, marcaba una sonrisa en el corazón. Me hacía sentir tranquilo, algo en mi me hacía ver el tiempo desde una perspectiva mucho más laxa. Sí, no nos íbamos a ver en varios meses, pero ¿qué es un mes cuando el tiempo siempre corre?

Ni siquiera la idea de un tiempo siempre en movimiento, que un mes pasa volando y cuando me quiera dar cuenta estarás de vuelta, ni siquiera la banda sonora de Mark Knopfler que sonaba en el camino de vuelta pudo evitar que se me quebrara la voz. Vuelve a mi el último beso, el último abrazo, tu cuarto vacío, desnudo en la oscuridad. Y mientras mi coche avanza camino de casa, tu avión despega, vuela sobre mi. Y un escalofrío recorre mi espalda.


No quise despedirme con un «adiós», ni siquiera con un «hasta luego», sino con un «hasta mañana». Tan pronto como queramos darnos cuentas estamos de vuelta. Sé que prometí que no lloraría, pero al ver tu avión al despegar supe que jamás podría cumplir esa promesa. Prométeme que serás feliz. Te prometo que seré feliz. Buen viaje, mi vida.


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