Alquimia
Miles de fórmulas que bailan sobre el papel, formulas teóricas que se tornan reales sobre los matraces y alambiques por los que líquidos de todos los colores y gases de todos los olores deambulan en busca de la ecuación perfecta que sea capaz de transmutar cualquier metal en el oro más puro, la poción que me otorgue la inmortalidad o el perfume que contenga la esencia de los dioses concentrada en una sola gota.
Dirán que estoy loco, que en mi trabajo intento ser Dios, lo que es una blasfemia bastante gorda y no quiero ser ejecutado en una plaza pública, que soy un genio, pero chifado, o que no soy más que un iluso que persigue constantemente una quimera. Sinceramente, prefiero verme como un poeta que no usa palabras sino números y letras, que al ojo inexperto pueden carecer de sentido, para expresar la belleza del mundo en que vivimos, rimando la teoría con la realidad como si fueran versos.
Yo no busco belleza en las letras, la busco como el filósofo que camina entre la tierra y su mente, contemplando diariamente el mundo y su esplendor. No puedo negar que en mi trabajo encuentre siempre algo de filosofía, una razón para pensar y darle vuelta a las cosas, y por ello me llena tanto lo que hago. No pasa un día que me pregunte a qué suena la creación, o el olor de la transmutación del plomo al oro mediante esa piedra filosofal.
¿Qué le hago si al fondo del caldero no se encuentra la respuesta a todas mis preguntas? Busco entre las estrellas desengranar los secretos del universo, sumergiéndome en un lago misterioso en el que nadie ha tenido la osadía de entrar. Cabalgando entre dioses y demonios con la única ambición del conocimiento que es el único que vence a las puestas de sol todas las tardes, y el único que me despierta antes de la salida del astro rey en las mañanas.
Mis miles de papeles están decorados con millones de símbolos de distintos elementos, cuya misión era dar con la quintaesencia que combinara el calor del fuego con la fertilidad de la tierra y el frescor del agua con la libertad del aire. Los cuatro elementos que en su día citara Thales en su Milito natal, que combinados dan la luz que ilumina el mundo y seguirá alumbrando tras el último atardecer, esa luz que explica cada detalle de este inmenso universo.
A veces maldigo a esta amarga sabiduría, pues mientras la alquimia me revela los secretos más místicos del universo, más me doy cuenta de lo poco que es lo que sé y todo lo que me queda por saber y sin conocer. Por esa regla de tres, el tonto debe de ser el más sabio, pues desconoce la magnitud de todo lo que le falta por conocer, y tan sólo puedo concluir que de lo que sé, lo único que tengo certeza es que no se nada.
Si algo saco en claro en este caos de fórmulas que forman una marea de números y letras bailando sobre el papel, es que el dinero que busca la gente no vale nada comparado con lo que somos. Si los más avariciosos supieran lo que representamos en este universo, el lugar que ocupamos realmente en esta almalgama de estrellas y planetas, no se sentirían tan grandes por tener más dinero que nadie.
Los alambiques y serpentines que tengo en esta instancia llevan líquidos de todos los colores de un lado para otro, calentándolos, enfriándolos, haciéndolos gas y solidificándolos, esas perrerías que le hago a todos los compuestos las plasmo sobre el papel en forma de símbolos extraños que puede que tan sólo yo entienda. Yo no soy un alquimista, soy tan sólo un aprendiz de este mundo, porque mi mente está continuamente ocupada aprendiendo las fantasías que este mundo loco muestra a los que están dispuestos a ver.
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