Vente conmigo a volar

Ya acaba el mes de las flores y el verano se aproxima, poco a poco los olores van cambiando al son de una alegre brisa veraniega, esa que porta el aroma del césped recién cortado, o el mal olor a cloro que se convierte en el sinónimo más palpable de la diversión con los amigos en la piscina, el dulce sabor de una noche en pareja cenando a la luz de las velas, y las playas se visten de mil colores.


A veces me apenaba ver desvanecerse la primavera por mor del caluroso verano, cuando las flores se marchitaban y apagan su vivo color a un marrón triste, como el de la tierra, que me hace ver la vida como un ciclo del que todos formamos parte. Pero pronto la melancolía se transforma en alegría cuando veo que la vida se adueña de las calles, volviendo cada día una fiesta de gente yendo y viniendo de dondequiera que fueran o vayan.

Viene a mi mente, como una foto de aspecto vintage, esa piel morena que caminaba a mi lado por el paseo marítimo, riendo conmigo, mirándome con una sonrisa cuando tenía la certeza que no la veía, o por lo menos eso creía. Mi cabeza se llena de recuerdos, historias que pudieran llenar libros de varios tomos, la diversión y los buenos momentos casi a todas horas… Cuando en una montaña me volví un lobo, un pirata, un mágico conjuro que llenara la habitación de mariposas…

El sonido de las olas, mezclado con la música constante, y la dulce inspiración, para cualquiera que se precie poeta, el verte salir del agua como la Venus de Boticelli, como si no existiera cosa más bella que esa. El buen sabor de una cena a la luz de unas velas improvisadas con pequeñas llamas de fuego de vivos colores que flotan por la habitación, la absoluta perfección de los pequeños detalles que pueblan la vida de alegría y un grato sentimiento que no se puede igualar.

Hoy camino por ese paseo marítimo donde la mar se mostraba gris en invierno, un paisaje frío que me enamoraba, turquesa en la estación de las flores, y hoy que llega a su fin, la mar vuelve a hablarme, diciéndote que vaya a bañarme. Tengo que darle de lado al verte apoyada en la barandilla del paseo, mirando a la mar, como la obra de Dalí. Dando un paso hacia ti, con la mano extendida, me acerco a tu oído susurrándote: «Vente conmigo a volar».

Tomas mi mano, mientras de mi espalda crecen dos enormes alas, tu sonríes discretamente, y de un salto me subo a la barandilla, tendiéndote de nuevo la mano, vuelves a sonreír ruborizada. El último brillo del sol se refleja en las nubes, tiñendo su punta de un naranja rosáceo, mientras que el cielo comienza a oscurecer y Venus hace su aparición ante la puesta de sol. Con tu voz más dulce me dices: «Contigo al fin del mundo», coges mi mano y de dejas llevar.

Abriendo las alas alzamos, los dos juntos, el vuelo por encima de las nubes, contemplando las calles que colindan con la inmensa marea desde las alturas, en ese momento en el que las farolas comienzan a alumbrar todas las calles. Casi podemos tocar las nubes y su tinte rosado del atardecer. Se me antoja como un algodón de azúcar enorme. El sol ya tan sólo nos alumbra a nosotros, la sombra se cierne sobre el pueblo y he de reconocer lo bonita que se ve tu cara con esta luz.


Que se acueste el sol y salga a relucir la mejor luna llena del año para que alumbre con su tenue luz azulada este beso que tengo para ti. Ese que nos lleva a la cuesta que acaba en la casa de la playa, bajo un manto de estrellas y un suave olor a dama de noche.


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