La vida es sueño

Entró en su cama dando un enorme bostezo, dejó que su madre lo arropara y le dio un gran beso en su mejilla, deseándole buenas noches, el niño se dispuso a soñar.

El niño soñó que creaba, que de la negrura inicial empezaba a formar una bola de agua, de la que salía tierra que se agrupaba poco a poco formando grandes continentes con una hermosa luna a su alrededor. Soñó que empezaba a brotar vida de los sitios más insospechados, y él lo veía, conseguía ver como una pequeña partícula ya cumplía las características de un ser vivo, y pudo ver como poco a poco iba a evolucionando a organismos más complejos.

Creaba la lluvia, veía como caía el agua, fascinado, sobre bosques y desiertos, sobre tierra y mar. Veía los arboles que salían mágicamente de la tierra y crecían altos mientras, empapados de agua de lluvia protegían a las plantas más pequeñas con las más bellas y delicadas flores, que por sus delicados pétalos de todos los colores imaginables se deslizaban suaves gotas de la más pura y cristalina agua. 

Veía como la mar, tranquila y serena, reflejaba como un espejo los azules más bellos del cielo y cada nube tenía su correspondiente en la mar, que parecía una puerta de acceso directa al cielo. En otro extremo, embravecida con olas como gigantes que todo lo arrasaban, engullendo para sí todo lo que por su camino se interponía. Con unos colores verdes oscuros reflejando el gris oscuro del cielo tormentoso, el niño se maravillaba ante el todo el poder que los rayos descargaban sobre la tierra y la mar, y la fuerza que demostraba aquella enorme masa de agua.

El niño tuvo el privilegio de contemplar una de sus mayores obras: el primer atardecer que desde la orilla de un lago entre montañas, donde el sol comenzaba a ocultarse bajo ellas, sumiendo a todo aquel paisaje en una oscuridad que pronto sería iluminada por un ser que anteriormente había creado, más de un millón de puntos aparecieron en el cielo, donde uno sólo sobresalía y era más grande que el resto. Una tenue luz, ni la mitad de brillante que la del sol, pero mil veces más bella. A recibir aquella mágica luz de la luna salieron miles de luciérnagas, maravillando al niño.

Creó en los polos una mágica luz que alumbrara más que la luna por la noche y tuviera el color de la la naturaleza y se mezclara con otras tonalidades rosadas, haciendo que junto a la belleza de la gran manta blanca que cubría toda la tierra, creara el paisaje más bello que nadie, absolutamente nadie se pudiera imaginar. Dotó a aquella tierra de árboles de forma triangular que quisieran alcanzar aquellas luces del cielo. 

Soñó que esos organismos salían de las aguas y comenzaban sus andanzas por la tierra, que iba cada vez a más y más la complejidad de esos seres que creaba. En un brote de inspiración que le llegó de improvisto, el niño tuvo una de las ideas más ambiciosas que podía haber imaginado. Crearía alguien igual que él, un amigo, alguien con quien poder hablar, jugar y divertirse.  Empezó a formar al que sería su mejor amigo, el hombre. Pero al cabo del tiempo pensó en superarse a sí mismo y darle al hombre aquello que anhelaba.

Estuvo pensando un buen rato, ¿necesitará una mamá? Obviamente, todos necesitamos una mamá, pero el niño quería ir más allá, quería perfeccionar su obra, darle a su creación “la guinda del pastel” y crear lo más bello que hubiera visto. Sin más dilación aquel niño hizo a la mujer, como final, sabiendo que más bello que eso no podía crear nada. Empezó a observar como el hombre y la mujer se acercaban y se iban conociendo poco a poco.

Entre esas miradas de tan profundas fascinación del uno por el otro, entre los besos y abrazos que los dos se daban, el niño contempló una extraña relación de dependencia el uno del otro justo cuando el sueño llegaba a su fin y su madre se disponía levantarlo, con profunda fascinación le dijo:


–Mamá, he soñado que creaba el amor.


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