Hijo de la Luna

Cae la noche, cae mi reino sobre la tierra, sobre la mitad que poseo de ella.



Tan pronto la noche se cierne sobre la semiesfera oscura de la tierra la luz de la gran Luna va llenando todo de una tenue luz azulada. Se cuela entre los callejones más escondidos, evade la amarillenta luz de las farolas que le impiden mostrar todo su tímido esplendor. Camina entre los bosques, iluminando cada camino, se mezcla con el naranja de una hoguera encendida en el campo y baila con el fuego, acaricia las hojas de una tranquila senda.

A la calle comienzan a salir todo tipo de gentes, personas ocultas durante el día, cobijándose en la luz de las farolas, como si la Luna les diese miedo. A contemplar su luz sólo nos atrevemos unos pocos, entre ellos yo, luego están también las brujas y los vampiros, los raritos que aún adoran a Akenatón y salen en ritual nocturno, que tienen derecho a estar en todo relato literario, y así lo hace constar la Constitución de los cuentos, pero este no va a ser su caso, porque ninguno ama tanto a los rayos de la Luna como yo. 

Ese anhelo constante, es un vivir en un quiero y no puedo sin remedio, por más que intentó atrapar a esos encantos de mujer que los rayos de la Luna tiene, más se empeña en huir de mi. Ese coqueteo constante que me trae de hace algún tiempo a esta parte, todas las noches como el pescador que lanza su caña tirando y aflojando, y cuando más cerca la tengo, desaparece. Vuelves a aparecer en un callejón, tu forma, tu silueta, como si de la leyenda de Béquer se tratara, y me guía por los sitios más inesperados. 

¿Dónde me llevará este rayo de Luna de forma femenina? Por los tejados me conduce, uno de los pocos sitios limpios de contaminación lumínica, donde sólo la luz de la Luna se hace ver, sigue por los patios más grandes o cerrados de las casas, donde todos duermen. Ese azul de la noche que todo lo ilumina tenuemente, con tanta humildad. Llegué hasta el bosque, hasta donde el hombre se hizo lobo, hasta donde la luz de la Luna era omnipresente. Pero aquel destello no paraba, apenas se quedaba quieta en un árbol para comprobar si le estaba siguiendo. 

Las sombras de los árboles causada por la luz de la Luna bailaba en el suelo, más abajo sonaba un riachuelo, pero yo subía y subía por la ladera de una de esas montañas que formaban el valle en U, en continua persecución de aquel femenino rayo de Luna. El sonido crujiente de las hojas secas bajos mis pies, junto al del agua que corría en el punto más bajo del valle, acompañaban en perfecta armonía a la música de mi desbocado corazón que latía con fuerza para mantener el ritmo de la caminata de subida. 

Estaba a punto de llegar a aquel lugar, mientras ella se apresuraba más y más para llegar hasta la cima, y ¿después qué? ¿Qué pensaba hacer? Sólo unos pasos más, unos pocos más y llegaría a lo más alto de aquel valle, donde estaba aquel rayo de luna, que cuando fui a tocarlo se desvaneció, mostrándome tras de ella una hermosa hilera de montañas en plena noche, y en el horizonte una Luna que se estaba ocultado tras este, muy tímida.


Quise tocarla con la mano alargándola lo más que podía por sí llegaba a alcanzar aquella hermosa puesta de Luna, cuando una cálida mano, por detrás de mi, se posó en mi hombro. El cielo ya no estaba tan oscuro, empezaba a tomar tonos amarillentos. Antes de girarme sabía que no podía haber otra, sólo tú sabías donde estaba, y que te estaba buscando y de ti, sólo veía un reflejo de lo que eres, en ese espejo plateado que es la Luna, la luz más brillante de Sol que acaricia mi cara por las mañanas.


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