Un mundo como Disney

Hacía ya algún tiempo que no me topaba con tres palabras que antaño fueron mi doctrina, casi mi idiosincrasia, las que me hicieron ser tal como soy hoy. Un sueño fantástico y quimérico, una utopía que poco a poco fue volviéndose un vano y difuso recuerdo.


Empezamos en la nada, sí, la nada, aquí no hay absolutamente nada, todo es negro. Un aburrido vacío oscuro donde nada lo habita, nada hay por ningún lado, de hecho, casi podría decir que eso es la nada en su definición más exacta, de no ser por la singularidad filosófica de que la nada al no ser nada no puede ser, y esto es, oscuro, negro, vacío… es la nada. De pronto, algo. Entra en escena algo que parece muy frágil, una pequeña pompa de jabón que se mueve ágilmente por aquel vacío.

Sigo a esa pequeña pompa adondequiera que se dirija, aunque parezca mentira que fuera a un lugar concreto dentro de esa negrura. Pero no todo es negro en aquel lugar, hay una luz al fondo, al principio se me antoja como un pequeño puntito blanco en medio de la nada al que la burbuja se acerca, conforme me acerco puedo comprobar que es mucho mayor que el tamaño de una persona, una ostentosa puerta que parecía sacada de un cuento. La puerta estaba abierta.

Cuando estuve al borde de la puerta me detuve. La incertidumbre se cernió sobre mi, las dudas sobre lo que habría al otro lado me habían detenido casi por completo. Una suave brisa me acaricia la mejilla, como si fuera la cálida mano de una mujer que se desliza hasta mi barbilla y me invita a seguirla, aún con miedo a dar un paso en falso, atravieso el umbral que divide la oscuridad de la luz, sumergiéndome en un paisaje blanco que encandilaba mis ojos. 

Lo que veo no me gusta, tan sólo veo blanco, sólo el blanco de una nada, una nada inversa a la nada negra que había en la otra parte de la puerta. Donde antes sólo había oscuridad, ahora sólo hay luz, una luz que permite que me vea, pero algo vacía. La pompa de jabón volvió a pasar frente a mi, y fue a posarse justo sobre una caja de pinturas, una paleta y un pincel. Allí explotó. Sorprendido, tomo el pincel y lo mancho en pintura verde, vacilante alzó el pincel, y empiezo a pintar la copa de un árbol, un sauce.

De ese árbol primero, empieza a surgir un mundo entero, un mundo nuevo fue surgiendo de esa nada inicial, tan blanca que apenas se veía. Mojado el pincel en azul fue creando el cielo y la mar, el verde creó, junto al marrón tierras, montañas y valles, el amarillo el color del sol, las flores, le dándole un toque de alegría, junto al naranja y al rosa a aquel mundo formado sólo de fríos colores. El rojo sirvió sólo para las flores y frutos más hermosos vistos en la naturaleza.

Mi mundo fue creado, con un indudable sello de autoría que me delataba, todo era como a mi me gustaba, había explayado más que nunca mi, aparentemente inagotable, imaginación, porque, si me habían dado unas pinturas y un lienzo tan grande como el infinito, ¿cómo no voy a llenarlo todo entero? Me sería imposible pintarlo parcialmente, o con sólo lo que necesitara rápidamente. Llenaré este mundo aunque me pase toda la vida. 

Dándome cuenta de lo que era muy urgente y aún no lo había hecho. Manché el pincel en mi corazón y completé mi mundo con aquello que faltaba con más urgencia: alguien con quien compartirlo.


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