Viento de noviembre
El aire mueve con fuerza las hojas de los árboles, de los cuales algunas se desprenden, muriendo, ya marchitase, en el suelo de crudo asfalto, casi a la espera que un camión de la basura recoja los cadáveres marrones de tantas hojas que en otoño, forman una manta sobre las aceras de la ciudad.
El cielo está cubierto por completo de una inmensa y densa manta de nubes que ahoga gran parte de los rayos de sol que intentan atravesarlas. El viento sopla con fuerza, huracanado y furioso, obligando a hojas, que aún persisten verdes, a morir, separándose del árbol que las mantuvo con vida desde la pasada primavera. Verdes por su centro, marrón en sus bordes, flotan por el cielo perdidas, sin rumbo ni destino, guiadas por aquella fuerte ventolera.
La temperatura decae, el frío se adueña de la intemperie, preparando el escenario para lo que sería un gélido invierno. Las calles ya no rebosan vida, se reflejan muertas, las personas sólo las usan, nadie las disfruta. Todo esta teñido de tonos grisáceos, en la perturbadora quietud de la calle, sólo se escucha el tenue silbido del viento pasear por las frías calles, llevándose por delante a los objetos más ligeros, haciéndolos volar tan alto como los edificios.
El gélido aire entra en tu habitación, tus cortinas bailan entre sí, y en su movimiento de vaivén golpean el marco de tu ventana. Tu casa se mostraba fría bajo esta tenue luz de cielo nublado. El viento va congelando cada rincón, sientes la punta de tus dedos heladas, buscas calor en tus bolsillos y a duras penas lo encuentras. El tiempo parece haberse detenido. Sólo las plantas más valientes muestran orgullosas su verde, muestra patente de resistencia a tal helada.
Fuego, es lo que necesitas, fuego que arde, que quema todo lo que toca, que, al fin y al cabo, calienta, que es lo que ahora necesitas. Mientras tu cuerpo lucha contra el frío tiritando, moviéndose lo más rápido que buenamente puede entre este hostil entorno que te impide andar sin encogerte de frío. Sigues pensando en el fuego, porque ese chaleco de lana, que tan agradable al tacto resulta, te resulta insuficiente.
Las hojas de los árboles seguían cayendo, volando y muriendo en el suelo hasta que el viento las vuelva a desplazar de sitio. Tu suspiro se transforma en un vaho que acompaña en este baile que las hojas llevan por los cielos de esta ciudad. Son los únicos pájaros que vuelan en esta tarde tan fría, las únicas, inanimadas, aves que surcan las alturas. Se marchan en soledad al igual que los días perdidos de la rutina.
Se escuchan voces a lo lejos, parecen reír, parecen alegres, como si fuera una reunión informal de amigos, pero al igual que las hojas, el viento se llevó aquel resquicio de alegría que quedaba en la ciudad. Las primeras luces empiezan a aparecer, y con ella una vana reflexión acerca de las miles de vidas que hay viviendo alrededor, y cada una tiene una extraña e independiente relación de dependencia entre sí.
Las primeras gotas de una leve lluvia comienzan a impactar contra el suelo, cubierto por un manto de hojas. Las gotas son finas, muy finas y apenas las percatas mientras el cielo descarga su sutil furia y el aire se encarga de repartirla por todo tu cuerpo para que te cales hasta los huesos. El marrón de las hojas se oscurece por el contacto con el agua de lluvia, al igual que el asfalto. La imagen gana contraste con esa fina lluvia.
¿Qué más hay que contar? Tan sólo es un día más de noviembre, donde todo pasa y nada sucede.
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