Vuelva usted… ¡mañana!

Esta entrada ya la haré mañana… o pasado...bah, mis muy queridos lectores entenderán que… bah, paso. 

Tras este prólogo, dejando bromas aparte, preguntaré muy directamente: ¿a quién no le ha pasado eso?–es este el momento en el que me preguntas «¿Y eso qué es?¿Qué es lo que me tiene que pasar?»–. Todos hemos sentido en algún momento que llevar a cabo una tarea es algo súper tedioso, que es un coñazo complicarse la vida pudiendo hacer lo que se va a hacer de manera fácil, rápida y chapucera. 

Sinceramente, creo que salvo mi antigua profesora de matemáticas, su marido y los chinos, japoneses y coreanos, nadie se salva de la pereza. Pero, hagamos un poco de cálculo numérico: nos levantamos digamos con el cien por cien de energía–bueno, en casos extremos se levantan con un diez por ciento y con un café pueden llegar hasta el 50%–, mientras se activa o no nuestra batería estamos alelaos, pero una vez despiertos por completo, los humanos vamos a seguir el principio de mínima energía–unos mejor que otros…–, no malgastar energía en acciones inútiles. 

En teoría, este principio es muy práctico, contando con que el cerebro humano consume el veinte por ciento de esa energía, independientemente de su uso–si no se usa, no necesariamente por ser mongolo, la gasta igualmente, pero da una sensación llamada aburrimiento, e, igualmente, otra función para que no se pudra, más intelectual, que tiene el cerebro es la curiosidad–, usamos de manera muy eficiente la energía que tenemos siempre que eso lleve a un beneficio, como por ejemplo, si pongo un ladrillo encima de otro haciendo un muro, no es por gusto, es más por hacerme una casa que me protegerá en un futuro de la intemperie. O hablo con el más inaguantable–escuchando u oyendo sus penurias, porque probablemente no te dejará hablar–, es una estrategia de guerra, para afianzar su confianza, porque conviene tenerlo como aliado y no como enemigo, ¡y no me digas que no lo has hecho!

El problema de este principio es su otra faceta, retitulado como principio de incertidumbre pragmática y máximo ahorro energético, lo que se conoce como «¿Para qué narices voy a hacerlo?» es cuando para el vago, como se dice en mi querida Andalucía, se pierde casi por completo el sentido de lo que hace porque no ve, por ningún lado, el beneficio que pueda aportarles sus acciones. Y como pecado tiene que ver con esto, la pereza provoca tristeza, porque se pierde el interés por prácticamente todo, haciendo que el vago, en cuestión se vea depresivo.

En términos más prácticos, una persona perezosa nace cuando pierde el interés por cumplir sus proyectos de futuro, o falta de motivación–la que tuve durante en clase de filosofía en primero de bachillerato, por poner un ejemplo–, podríamos decir sin equivocarnos que la pereza nació cuando el hombre pudo hacer sus planes de futuro, y pudo no cumplirlos sin que pasará nada, o al revés, cuando tenía que cumplirlo, lo hacía de una manera más fácil, rápida y chapucera, como ya dije. Pero, como he dicho muchas veces en anteriores entradas, estoy en contra, radicalmente, que controlen y encarrilen mi vida–véase «Por la causa revolucionaria de Mafalda»–, me gusta mucho más hacer lo que yo quiera en un futuro que me digan que tengo que dedicarme a la filología hispánica–para lo cual soy un negado–. 

Personalmente, cuando tengo el cerebro más inactivo, en vez de sentir aburrimiento, siento curiosidad y me planteo situaciones hipotéticas, montando verdaderos laberintos mentales partiendo de una hipótesis. Para mi, todo en esta vida tiene un sentido, aunque no se lo veamos, porque pienso que es un sinsentido que algo exista sin una finalidad, y eso sí que no se podría entender, que algo exista para nada. 

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