Mi viejo amigo

Por todos es sabido que los niños crecen y se hacen hombres, pero una pequeña parte de ellos, una minúscula y diminuta parte sigue conservando la niñez, sólo a través del espejo se puede vislumbrar con una mirada el niño que en su interior vive.  

Un brillo especial que no solía ver muy a menudo apareció mientras miraba mi cara, cubierta de espuma de afeitar, en el espejo, aquel niño que hace bastante tiempo que no aparecía. Curioso lo que podía llegar a ver tan sólo mirándome antes de que el espejo se empañara por completo de vapor de agua. Escuchaba el móvil vibrar dos o tres veces por minuto avisándome de mensajes y correos que estaba recibiendo, deseando que cesaran.

Una vez terminé de afeitarme, tome la decisión de apagar el teléfono, pulsando el botón OFF durante aproximadamente cinco segundos y deslizando la barra de apagar la pantalla se tornó a negro. Corriendo me dirigí hacia el trastero, donde debía encontrarse un objeto tan valioso para mi como un arma para un soldado en el campo de batalla, que sin saber porqué estaba escondido en una caja desde que compramos la casa.

Abrí la caja y rebusqué entre todos los cachivaches que allí había, hasta encontrarlo, sin pensarlo, lo abracé como un chiquillo. Aquel peluche tan querido en mi infancia. No te preocupes, mi viejo amigo, vengo con mi soledad, desarmado, no te asustes de mi, sigo siendo el mismo niño de antaño, tu amigo. Mi cuerpo ha crecido y mi mente ha madurado, pero en esencia soy el mismo niño que años atrás contigo pasaba largas horas que apenas minutos parecían.

Tu olor, pese a contener miles de ácaros, se conservaba como el primer día que te tuve entre mis brazos, ese aroma a «duérmete niño, duérmete ya», a antiguo… a peluche. Mientras tus ojos me afirmaban la existencia de una pequeña pero muy grande alma entre todos tus tejidos, tu incierto relleno. ¿Cómo un objeto inanimado puede tener una mirada con tal profundidad, que tanto dice tu expresión, sin tener una pizca de alma?

Se me venían a la mente tantos recuerdos, mi primera bicicleta que aún conservo, con la que aprendí a mantener el equilibrio, aquellos soldaditos verdes con los que tenía formada toda una milicia, aunque lucharán entre ellos por defender un objetivo no muy claro, todos aquellos bloques de construcción con instrucciones que jamás solía seguir, intentando formar edificios imposibles, casas construidas con miles de colores habitadas por diminutos personajes, ¿quién sabe si se movían cuando yo me daba la vuelta y no los miraba? Aquellas pistolas de agua tantas veces usadas en el verano para mojar a cualquiera que se pudiera en el camino, hasta que se rompía, que solía ser a los dos días de comprarla.

Siempre me pregunté por qué contigo había desarrollado una sensibilidad especial, eras el juguete con el que menos jugaba pero eras a la par al que más quería. Cuando aquellas noches de tormenta me abrazabas y espantabas todos mis miedos, o me protegías de los miles de monstruos que habitaban a sus anchas debajo de mi cama, y sin mi permiso. Quizás por eso, o por la forma que tenías de mirar a este niño que aún conservas, tan diferente del resto de muñecos sea la razón por la que haya venido a por ti directamente.

No sé cómo cogerte, mis manos son tan grandes y bastas que no me parecen nada adecuadas para acariciar un peluche como tú, ¿cómo tratarte con respeto con semejantes manos? Pareces comprender el dilema que tengo y me miras con comprensión. No dejo de ser un hombre y la niñez queda ya tan atrás, y por extraño que pueda parecer, no necesito volver a la niñez para jugar contigo. No obstante, me queda por vivir mi segunda infancia, y cuando llegué, te prometo volveremos a jugar… los tres.

Mi mujer aparecía por la puerta de aquel trastero y con voz alegre, sorprendida y a la vez emocionada, con una dulce sonrisa, me decía: «El niño ha empezado a dar pataditas». 

Comentarios

más leídas