Sobre las nubes


Llovía en la ciudad, como tantas veces había pasado, pero aquel día parecía que las nubes eran tres veces más gruesas de lo normal, apenas se veía y habían teñido toda la ciudad de un triste tono grisáceo, como si todos los colores hubieran salido volando como globos que subieron y se ocultaron con vergüenza tras las nubes de tormentas.

Siendo apenas las seis de la tarde empezaban las farolas a encenderse porque la visibilidad, debido a la intensa lluvia, era cercana a nula y la gente se había ido corriendo de las calles para evitar calarse hasta los huesos, escondidos en los portales y soportales más cercanos, buscando como locos un puestecito o cualquier tienda de veinticuatro horas que vendiera paraguas, chubasqueros, y cualquier tipo de prenda impermeable para aquel tiempo.

Los vendedores más avispados habían salido a la calle con aquellos instrumentos que la gente quería aumentándoles levemente el precio y así con ellos sus ganancias. Una mezcla entre nerviosismo y serenidad sin saber, sabiendo, qué hacer, se respiraba por aquel soportal atestado de gente asustada por aguacero y tranquila porque sabían que era mejor mantener la calma, se escuchaban también risas de niños y carcajadas nerviosas de mayores. Yo estaba entre esa multitud.

El agua caía con furia como si quisiese acabar con el mundo, mientras las alcantarillas sorbían sedientas toda (o casi) la ira gris con la que la tormenta azotaba la tierra. Di un paso al frente y al instante el agua ciño mi camiseta sobre mi torso intentando llegar hasta mis huesos, cosa que no permití. De mi espalda salieron dos alas plateadas enormes. Con un poco de carrerilla alcé el vuelo y me dirigí directo a la gran masa de nubes y continué subiendo hasta atravesarla por completo.

Un radiante sol brillaba sobre todas las nubes perfectamente blancas, en contraste con un cielo intensamente azul. Era como una enorme playa rocosa, donde las rocas son las nubes y el agua los espacios de sombras que entre ellas había. Parecían tan dulces, tan esponjosas y blandas desde lo alto como el propio algodón dulce, sólo que sin ese horrible y anti-natural color rosa. Como la lana de una oveja, pero a lo bestia. 

Quería tocarlas, caminar descalzo sobre ellas y sentirlas como la arena húmeda bajo mis pie, pero aquello sabía que era imposible, pero sí podía rozarlas con la mano, sentir ese tacto frío y suave, como tocar un manantial de agua de la más pura que mane de la montaña más alta, de esas que no hace falta ningún estudio para saber que es el agua más potable que jamás se pueda probar y que cura de cualquier mal. Sentí ganas de sumergirme en ese agua incorpórea como un pececillo.

Al fondo se avistaba el fondo el horizonte con un hilo dorado bajando de unas montañas que se alzaban entre la llanura blanca hasta meterse entre la manta de lana formada de nubes que empezaba a despejarse. Descubriendo un paisaje completamente nuevo, las nubes formaban islotes, al fondo, en la montaña quedaba la neblina, restos de las nubes que la habían habitados pero no habían conseguido tapar. Aún quedaba una fina capa de nubes que me aportaba una sensación inigualable de libertad mientras hacía cabriolas en el aire.

El color parecía volver a la tierra, desde los cielos podía contemplar un verde intenso de la hierba de la pradera, un tono más oscuro de verde en los bosques, que brillaban a causa de las gotas de agua que sobre la copa de los árboles reposaba. El azul del agua que se volvía dorada con los rayos de sol, el rojo de los tejados de un antigua ciudad poco modernizada, el negro de tejados de piedra y el color arena de la piedra de un pueblo de montaña, y el blanco siempre presente de aquellas nubes. 


Comprendí que el arco-iris que tras de mi se alzaba sólo era un reflejo de la belleza que alcanza entre la tierra, la mar y del cielo.





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