Una noche de verano

Primera parte.


En plena noche de julio, con un calor que no permitiría a Darwin dormir, pero eso en ese momento le era indiferente pues estaba con sus amigos en una "misión de reconocimiento" en la antigua estación de tren donde había antiguos trenes en los que poner colarse para comprobar que estaban en perfecto estado, o como a su novia le gustaba llamar "esfuerzo frustrado de mostrar su masculinidad" principalmente porque podrían verse muy valientes pero a la hora de la verdad la cosa cambia.  

Uno de los trenes de metro que mayor pinta de abandonado, ya oxidado y con aspecto muy antiguo, ese era el que habían elegido para demostrar su valor, porque es una ocasión perfecta, aunque desprendía un aura que hizo retroceder a los amigos de Darwin. «Tío, yo ahí no entro» dijo uno de ellos, al poco tiempo el resto se retiró también. Darwin los miró con gesto despectivo mientras mascullaba «Gallinas». Fue el el que se atrevió a dar el primer paso, pero ninguno le seguía, todos hacían caso de su instinto, fuera lo que fuera, no era bueno entrar ahí.

Darwin agarró una de las barandillas de la puerta y de un brinco subió al tren. Nadie tuvo el valor de decir nada. El interior estaba sucio y olía a pis con mala idea, Darwin estuvo a punto de dar un paso atrás y retroceder, pero no lo hizo, siguió adelante. 

–Eh, tío, sal de ahí, esto me da mal rollo–dijo uno de sus amigos desde fuera, pero Darwin hizo caso omiso a la advertencia. Miró por los sillones, por las oxidadas barandas de hierro, observando los grafitis que la gente fue poniendo a lo largo del tiempo. Apenas se veía el exterior por las ventanas.

–Darwin, tío, sal de ahí, estas…– dejó de oirlos, al principio se asustó, luego pensó que seguramente no sería nada grave. 

Seguramente ya se han cagado de miedo y se han largado. Pensó Darwin mientras avanzaba por el muriendo vagón. Hubo algo que le hizo detenerse en seco. Sobre uno de los asientos reposaba una botella, rechoncha y poco alargada, contenía en su interior un líquido de un extraño color marrón. Lo cogió, destapó la botella y se la acercó a la nariz. Era un olor dulce, empalagoso, casi sin dudarlo, aquello era ron, además del caro. Lo dejó donde estaba, tenía miedo de lo mal que podía sentarle algo que estaba ahí tan «mágicamente».

De pronto y sin esperarlo el vagón del metro cerró todas las puertas, Darwin reaccionó al instante, mirando de un lado a otro, nervioso, sin saber exactamente qué hacer. Retomó la tranquilidad y se acercó a la puerta. Esos cabrones me las han cerrado para que me asuste. Intentó forzadamente abrirla, pero el intento fue todo un fracaso. Se asustó al ver que las luces se encendían dando un lóbrego tono azul a la cabina en la que estaba montado y notó que aquello comenzaba a ponerse en marcha.

Veía por entre grafitis de los cristales que el metro había cobrado vida y estaba en un túnel lentamente circulando. Empezó a ganar velocidad, cada vez más rápido. La intuición le decía que si no lograba frenar eso no aguantaría velocidades mayores y acabaría descarrilando, y con ello matándolo. La botella de ron vibraba en su asiento con el traqueteo del tren, Darwin empezó a buscar el freno de emergencia. No tardaría en darse cuenta en que no existía dicho freno.

El ruido metal contra metal era cada vez mayor, un estruendo que impedía a Darwin escuchar su ya acelerado corazón, ¿qué estaba pasando? ¿Cómo era eso posible? Llegó un momento que creyó que le reventarían los tímpanos de seguir aumentando el ruido.

De pronto se hizo el silencio.

Una voz muerta le susurró en el oído: «El silencio que trae consigo la muerte»


Continua en "Gritos del exterior"

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