Entre mis rejas

Golpeaba aquellas férreas rejas que limitaban tanto mi libertad, que impedían ser quien soy, que no me permitían estirar mis brazos, abrazar la vida como antaño, de llorar, reír, odiar, amar. Añoraba las locuras, el poder arriesgar mi vida por cualquier nimiedad que se prestara importante. Quería vivir.

De nuevo amanecía un día más en mi celda, con el más puro deseo de acabar mi condena o ser ejecutado, pero no seguir ni un día más en aquella cárcel que me quitaba la vida dándome una mísera opción de supervivencia. No he cometido un pecado que merezca semejante castigo, ni siquiera he tenido la opción de un juicio que justificará mi condena. Yo y sólo yo sin carcelero ni alguacil. 

Lo más duro es el día de visitas, aunque al principio de la condena fue diariamente, ahora ya ese gran número de visitantes se ve reducido solamente a uno: mi mujer, que me habla tras un cristal blindado y no puedo responderle. Me desconectaron el micrófono hace mucho, pero ella no cesa en su empeño, no quiere ni salir de esta cárcel hasta que no salga. No dejes de hablarme, aunque no pueda responderte, te escucho. 

Sigo golpeando las rejas de esta celda que cada vez se hace más pequeña, gritando cada vez con más fuerza, con la sensación que cada vez se me oía menos, no sabré si por falta de fuerzas propias o cualquier otra razón que desconocía ajena a mi. Mi mente empezaba a limitar los pensamientos que por ella pasaban como un filtro que sólo deja pasar el pensamiento más puro, el verdadero deseo que dominaba mi cabeza inundando mi celda: libertad.

La máquina, esa odiosa máquina que sólo sabía pitar y pitar al son de los latidos de mi corazón, me volvía cada vez más loco, fuera de mi. ¡Ya sé que estoy vivo! ¡No hace falta que me lo recuerdes! Seguía escuchando como se burlaba de mi con sus gritos ahogados al son de mi sangre fluyente con esfuerzo por mi cuerpo, mientras ella llora en un costado de mi lecho, perdiendo la fe en que la escuchaba. Te escucho pese a los muros de mi celda y cada pitido la afligía mucha más. 

Me tiene sin ser yo, no estoy aquí estando a su vera, cautivo y prisionero por mi cuerpo, esta pequeña celda en la que mi mente chilla por salir, por retomar el dominio de mi cuerpo o dejarlo ya para dormir en sueño eterno. Mi cuerpo es arrebatado por esta dichosa enfermedad que vive a mi consta sin derecho ni justicia. Nunca hice nada tan malo como para merecer aquel infierno de perder, literalmente, todo menos mi conciencia y a ella.

Mi mayor castigo es verla sufrir por el saco de carne en el que me había convertido, luchando cada minuto sin grandes posibilidades de éxito, con la esperanza rozando su extinción. ¡Ya basta! Chillo desde mi celda con la esperanza de que el carcelero abra las rejas y pueda por lo menos lograr mover los labios y dedicarle el que podía ser el último "Te quiero" que en mi garganta estaba por salir, haciendo un nudo, notable tanto como el dolor provocado por este maligno habitante.

¡Es mi cuerpo! ¡La de fuera es mi mujer y no permitiré dejarla así! Aunque a ser posible preferiría seguir viviendo, y, ¿por qué no hacerlo? Con una fuerza sobrehumana rompí la rejas, levanté con muchos esfuerzos el brazo y rocé su mejilla, cosa que al principio la asustó. Conseguí mover la boca y decirle aquello que en mi garganta se guardaba con una voz tan débil, apenas audible, que sólo ella pudo entenderlo.

Te amo.


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