Gritos del exterior
Segunda parte. Continuación de "Una noche de verano"
–¡Darwin! ¡Darwin, tío, sal de ahí! ¡Darwin! ¡Esto me da mal rollo!–gritaba incesante uno de los amigos del tan nombrado Darwin, pero este hacía caso omiso, o eso parecía, a todas aquellas voces que venían del exterior,de aquel siniestro vagón de metro.
Sus amigos estaban cada vez más asustados. Frank, el que más madera de líder tenía, pero que jamás ejercía de este, era el que vociferaba el nombre de su amigo con la esperanza de que no le hubiera pasado nada malo, desde luego no iba a ser él el que se adentrara en aquel metro. Y mucho menos después de lo que pasó segundos después. Las puertas del metro se cerraron ante sus narices. El cabrón ha encontrado el mecanismo que cierra las puertas para asustarnos. Pensó Frank tras proferir un chillido aterrado del susto.
Aporreó la puerta con más y más ganas, intentó separarlas sin éxito, estaban herméticamente cerradas, hasta que, cansado en su empeño, se desplomó de rodillas al suelo, clavando sus puños con ira en la tierra. Su mejor amigo se había quedado atrapado en el vagón de un metro abandonado y apenas podía abrir una mísera puerta para rescatarlo, ¿cómo saber si le ha pasado algo si desde ahí fuera no se podía ver el exterior de lo sucio y grafiteado que estaba? Si era una broma, esta pasaba de castaño a oscuro.
–Darwin–dijo en apenas un susurro, agotado.
Con la voz susurrante de su amigo y la voz muerta, Darwin recobró el conocimiento. El metro se encontraba vació y parecía bastante nuevo. Sólo un pasajero se encontraba en aquel desértico vagón. Parecía un mendigo, con un gran abrigo, un gorro, muchísimo pelo canoso y barbas descuidadas, probablemente con restos de su última botella de whisky… o la que se encontró Darwin de ron, que podía ser suya. Alzó la vista, lo avistó y lo llamó por su nombre. Darwin enseguida reaccionó.
–¿Cómo sabes mi nombre?–al formular la pregunta, el mendigo se señaló al pecho ladeando un poco la cabeza con un semblante cómico, como si estuviera preguntando que si Darwin se dirigía a él–. Sí, usted, me ha llamado por mi nombre, ¿no?–. El mendigo asintió–. ¿Cómo sabe mi nombre?
–Digamos que tengo información… información por la que muchos matarían–dijo, despejando a Darwin cualquier duda, él era quien le susurró esa paparrucha de la muerte.
–¿Me conoce?
–No hace falta conocer a alguien para saber su nombre, a menos que esto lo consideres conocerlo–. Darwin consideró a su nuevo amigo un simple demente (y borracho), dedujo que lo había adivinado de pura chiripa. O le estaba siguiendo el rollo fruto de una confusión pese a no haber escuchado nada y haberse imaginado que alguien lo llamaba. Pero se equivocaba.
–¿Dónde estamos?–la cara del mendigo se torció en una sonrisa, algo siniestra, que expresaba que quería que le hiciera esa pregunta.
–La respuesta a esa pregunta es una de las razones por la que la gente mataría–. Darwin bajó la cabeza pensando que nunca sabría (de su boca) su paradero actual–. Aunque eso no significa que sea información confidencial, pese a que no me creas, puedo decírtelo, si estas preparado para asimilarlo.
Darwin pensó que nada le podía sorprender de aquel hombre, podría sufrir una grave enfermedad mental, aún así, su sentido común le dictaba que ese mendigo era mucho más sabio de lo que sus ojos le revelaban y su mirada mostraba la veracidad de sus palabras. Por increíble que fuera, parecía estar dispuesto a decir la verdad. A Darwin se le ocurrió una pregunta mucho mejor y sobre la cual tenía mucha más curiosidad:
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