Sin dejar de cantar
Critican que canto de la misma forma, que siempre digo lo mismo, que no vario, que no innovo. Critican que que están cansados del lobo y del águila, y que después de una entrada de las mejores llega una mojonera, por eso hoy quiero volver a superarme, cambiar el destinatario.
Desde la orilla del mar va cantando el viento una alegre melodía, una simpática pero melancólica canción que tararea sin emitir sonido alguno, como un caminante nocturno que pasa sobre la mar, acaricia su superficie, juega entre barquitas y las velas de los veleros haciéndolas silbar a su son, pasando impetuoso entre los grandes navíos. Bajo un cielo estrellado, sobre unas olas, un haz de luz atraviesa el espacio, perdiéndose en el horizonte, buscando al silbador nocturno.
En esa pequeña fracción de noche que se volvía día se podía ver la gran tranquilidad de la mar, y de vez en cuando un barco que en el filo de su proa luce su nombre escrito. Aquella luz descendiente directa de los egipcio, la guía de los marineros, aquella que, aunque pueda ser sustituida en la actualidad por sofisticados sistemas de localización, radares y miles de cachivaches de utilidad desconocida en los navíos, siempre será la referencia aquel faro que brilla en el horizonte.
Una torre alta, inamovible, donde las olas vienen a chocar los días de temporal en sus muros de rayas blancas y rojas, prácticamente indestructible, que brilla con luz propia, y cada faro lo hace de manera diferente a cualquier otro. Por muy modernas que las máquinas se crean, este siempre estará allí, siempre iluminando el camino de todos los marineros que navegan a la deriva, el que nunca falla, haciendo que arriben a puerto sin problema alguno.
Con casi dos décadas que llevo en la mar, tu luz nunca se me olvidará, tu forma de brillar que tantas veces en el camino me orientó jamás se me borrará de la memoria. Aquellos recuerdos cuando, en mis primeros años de navegación, tu luz me orientaba, me guiaba, me apoyaba y me consolaba los días en que la ventolera parecía estar mofándose de mi inocencia en aquellos mares, siempre guiando mi barco por el camino, no el más corto, ni el más rápido, sino por la senda correcta.
Un faro es como una madre, y una madre es como un faro, que alumbra el sendero, orienta moralmente, apoya psicológicamente, y tiene un sexto sentido para localizar objetos perdido, con un simple, "¿a que voy yo y lo encuentro?" Son capaces de localizar cualquier cosa por minúscula que sea, o una sensibilidad súper desarrollada para saber el estado anímico exacto de su hijo sin siquiera preguntarle cómo está y sabe exactamente cómo animarlo.
Y aunque todos tenemos un navío con el que surcamos el mundo, fabricado en el astillero de su tierra, y un faro que hace día de la noche, que nos hace reconocer que es nuestro hogar, pero no todos capaces de llevar en su interior una vida y muy pocos capaces de "bregar" con esa vida que incordia tanto durante la infancia, niñez y adolescencia hasta que algún día se atraca en puerto y deja de dar la lata. Ese largo trayecto sólo es posible iluminado por la luz del faro que es una madre.
Su voz es el viento que susurra a los buques perdidos mar adentro, con sensatez, qué es lo que debe hacer para no zozobrar, como una consciencia que cantará a tu oído, de la que no te puedes librar fácilmente, y de librarte, como velero sin velas, estás perdido, y, como la mar, sabe guardar tus secretos más oscuros, sabe calibrar tu rumbo, aunque sea sólo con la ayuda de las estrellas, pues no es de extrañar, por que cierto cuatro de febrero, de un año que no se me permite desvelar, una de ellas bajó del cielo.
Porque madre sólo hay una, y quién no quiere a su madre no quiere a nadie.
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