Calma…

Escuchando la simple y repetitiva música de la ciudad, entre la taladradora de un vecino que está de obras en su casa, el camión de la basura con una alarma puesta avisando a todo aquel que está alrededor que están ahí retirando los residuos, una ambulancia errante que vaga perdida por las calles en busca del hospital, o del paciente, y cuando parece que se va a hacer el silencio, un chico edipista y sordo pasa con su moto rompiendo todo el silencio que le rodea.

Respirando hondo, inhalé, llenando mis pulmones de aquel pútrido olor a gasolina con otros restos de polución habitantes en el aire. Exhalé un claro suspiro que se llevo el viento para nunca más volver. Miraba cabizbajo el suelo, tan repleto de basuras que un barrendero iba sabiendo para amontonarla en una pequeña montañita. Los pájaros piaban melancólicamente, como si estuvieran tosiendo, mientras esa nube amarillenta ceñía el cielo, impidiendo ver el sol. ¿Dónde quedó ese azul radiante? Bien parecía que la alegría se hubiera ocultado por vergüenza del fracaso de la especie humana.

El movil, escondido en mi bolsillo comenzó a sonar, avisándome de que le quedaba poco espacio en la memoria y debía liberarlo, a parte de tener batería baja e irremediablemente se iba a apagar, aunque no me sonaba a amenaza más que a buena nueva. Sin olvidar que tenía que ir a no-se-qué lugar de la ciudad a entregar un papel, para mi sin valor, si no quería ver mi futuro hundido… me sentía como un animalillo enjaulado que sólo quiere escapar a la libertad. Me ponía los auriculares pero la música no me decía nada, incapaz de cambiar mi estado anímico sólo podía ser una cosa, necesitaba desconectar de todo.

Mandando mi futuro a freír puñetas junto a mi móvil y todas las máquinas que me rodeaban puse rumbo al puerto, donde me esperaba una pequeña barquita de madera con los bordes rojos. Me hice a la mar, sin nada salvo unos remos, sin pensar en las consecuencias que ello atraería. Comenzaba a disfrutar de la tranquilidad de la mar, mientras me alejaba, mi objetivo era llegar a un punto que mirara lo que mirara sólo viera mar. El mar, la mar.

Mecido por las olas comenzaba a sentir esa sensación de paz, aunque no conseguía apreciar el silencio, lo que escuchaba me gustaba mucho más que la cruda falta de sonidos. El rumor del agua de la mar, tan tranquilizante, tan sereno, aquella calma de la que tanto había echado en falta. Las gaviotas entonaban ese místico canto que sólo ellas saben, aunque me recordaban que estaba cerca de tierra, mis problemas, enfados de los que sólo aceptaban arrodillamiento por disculpas y los que no me importaban, mi pasado y futuro, mis seres queridos, tan cerca… 

Si no fuera por el pequeño detalle de que tengo que comer, y otras necesidades básicas que por respeto a la mar no las haría ahí, me quedaría a vivir en esa pequeña barquilla, tan acogedora, tan bella como la noche de cielo estrellado que estaba viendo. Volver a una tierra que desprecia tanto los sentimientos es como volver al infierno, colmada de hipocresía, ruido, contaminación, la gente imparable que no conoce la tranquilidad, que condenan al ostracismo si no se piensa igual, que etiquetan y se arriman al sol que más alumbra, que no piensan ni quien hacerlo.

Me encontraba en medio de la mar, sin saber el rumbo, sin preocupaciones, sin nadie que pudiera ser más que yo o menos que yo, había aprendido tan bien a moverme en el mundo urbano que olvidaba lo que es la calma, la paz, que no sólo es la ausencia de guerra, la tranquilidad que en la mar se respiraba. Me vi envuelto en el utópico deseo de que la mar cubriera toda la superficie de la tierra de calma y tranquilidad, donde la humanidad recuperara la alegría perdida, la felicidad escondida. Pero ese es un secreto que la mar guarda y no está dispuesta a compartirlo con quién no sabe apreciarlo.



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