Deserto e cielo
Verde que te quiero verde, dijo García Lorca, ahora comprendo a qué se refería. En mi caso también me gustó el amarillo, el naranja, pero el paso al azul del invierno se está haciendo demasiado largo.
Se había empezado a nublar en aquella estepa infinita. La vista anaranjada del desierto, con unas pocas montañas en la zona limítrofe con el cielo, bien parecía como si quisiera invadirlo poco a a poco, sin poder nunca alcanzarlo mientras el cielo se mofaba del horizonte por nunca conseguir su propósito de tocarlo. El azul del cielo, tan frío y distante como siempre, iba palideciendo poco a poco. Él seguía caminando entre la arena sin rumbo alguno, sólo sabía que tenía que seguir hacia adelante.
Sus huellas quedaban marcadas en el estéril suelo marcando. Sólo en momentos puntuales podía distinguirse cómo había echado la vista atrás, pero seguir adelante se hacía más importante que nada. La hilera de pisadas se extendían hasta un punto infinito perdido en el horizonte de aquella llanura, como si empezaran en las montañas que parecían cercar la estepa infinita, descendieran al tablero de juego y aún caminaran, carentes de rumbo
La claridad del día comenzaba a ser eclipsada por nubes cada vez más densas, tornando las tonalidades naranjas en marrones y el azul pálido del cielo en gris cada vez más oscuro, él continuaba andando hacia adelante, sin perturbarse por el estado del clima, ¿qué podía hacer sino? ¿Le serviría de algo cambiar su rumbo? Si algo tenía que pasar, eso sería inevitable, y él, como simple mortal no podría hacer nada, salvo seguir hacia adelante, continuando con su eterna caminata, de la que cada vez veía menos claro cual era el destino.
Las nubes continuaban concentrándose sobre su cabeza impidiendo el paso, casi total, de la luz solar a la superficie terrestre. Había desaparecido el horizonte, fusionado con el cielo, como si se hubiera cansado de que las montañas intentaran alcanzarlo y las hubiera engullido con una gran sábana gris oscura. Más alto, las nubes tomaban colores más negros, azules oscuros y lóbregos violetas, mientras que la tierra parecía volverse de un color negro. Todavía se podía distinguir la delgada línea que separaba el cielo de la tierra, un delgado y efímero horizonte que barría todo el ángulo de la circunferencia del plano terrestre.
El camino empezó a complicarse, él iba a tientas sin apenas ver qué tenía a dos metros por delante de él, la oscuridad le abrazaba fríamente, mientras sus fosas nasales captaban el salado olor del mar. Comenzaba a haber más piedras por el camino, piedras que él era incapaz de ver, las nubes eran de tal grosor que toda la luz se desviaba.
Aquel extraño fenómeno meteorológico no lo detuvo y siguió su marcha, cada vez más difícil por los obstáculos que encontraba en el camino que era incapaz de ver, obstáculos que eran piedras del tamaño de una mesa e incluso del de una casa, las cuales tenía que rodear para poder continuar avanzando.
Pasó así un largo rato, que para él se le hizo eterno, hasta que todos sus sentidos se activaron en alerta, que habían detectado un peligro. Se detuvo en el acto, sin saber muy bien porqué se había detenido. Miró hacia los lados sin ver gran cosa. Volvió la vista atrás y pudo distinguir sus huellas entre todas las piedras que había dispersas por el suelo.
De nuevo con la vista al frente, comenzó a sentir miedo, notó como el corazón se le aceleraba, el olor a mar se hizo omnipresente y el viento soplaba fuertemente haciendo cambiar de forma a las nubes, mezclando el negro con el azul, y el azul con el violeta. Respiró hondo sin dejar de sentir ese pavor hacia lo desconocido y dio el siguiente paso. El último paso. Comenzó a caer por un barranco situado justo delante de él.
La hilera de huellas acabó.
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