Cantabria


Nos conocimos al tiempo, tú, el mar y el cielo. Voy a capturar nuestra historia en tan sólo un segundo.

Días negros todos los tenemos, y eso lo tenía bien claro. Me había ido a la playa, en parte huyendo, en parte a modo evasión, un breve retiro, de todo lo que, durante el día, me había pasado, sin reparar en las consecuencias, o, con la suerte que había tenido, las catastróficas consecuencias que causarían su ausencia. El estrés casi podía conmigo, y me hubiera gustado, como siempre, no haber contestado de aquella manera, me hubiera gustado muchísimo tener en cuenta su persona.

La amplia playa estaba desierta y fría, sentía el abrigo protector de mi sudadera y los rayos de sol incidiendo directamente sobre mi cara, proporcionándole una pizca de calor que necesitaba. El mar estaba al fondo, luchando contra sí mismo en su empeño diario de avanzar y retroceder, como si de un perro que intenta morderse su propia cola se tratara. Su sonido, melancólico y suave retumbaba por toda la playa, sin nadie más que yo para oírlo, solamente rugía para mi, acompañado de una fuerte corriente de aire.

Comenzó a nublarse y el tono azulado del enorme mar se tiñó de gris, cambiando a tonalidades más y más oscuras, sobre el agua se dibuja el frívolo rostro de un cielo sombrío,con olas cada vez más y más grandes, olas suicidas que mueren con ira al chocar furiosamente con la fría arena de la playa. La temperatura había bajado demasiado, sentía mucho frío, pero no quería moverme de aquel hueco que me había hecho en la arena. Me limité a abrazar con fuerza mis piernas, hecho un ovillo, sin dejar de sentir el fuerte viento empujándome hacia aquel mar, tan diferente al normal.

De repente, comenzaron a aparecer huellas a lo lejos, saliendo del mar que se dirigían hacía mi. Parecían huellas humanas, que cada vez caminaban más y más cerca de mí. Comencé a tener verdadero miedo, no había nadie pisando la arena y las huellas se creaban solas. Me giré para alejarme, y para mi sorpresa, por detrás de mi también había unas pisadas no humanas acercándose, parecían las huellas de un perro u otro animal doméstico acercándose hacia mi. Me día cuenta, aterrado, de que a mi derecha las pisadas de un ave se me aproximaban. Me daba miedo mirar hacia la izquierda, pues había empezado a escuchar un ser respirando, lo escuchaba gruñir.

Poco a poco me giré y vi un gran lobo gruñéndome, amenazándome. Por primera vez, el lobo se había vuelto en mi contra. Sus ojos dorados me miraban con una mezcla de lástima y odio, impotencia por haberlo metido en una vida que no está hecha para él y agresividad por un comportamiento “humano” deshumanizado.

Estaba congelado, sin poder apartar la vista de aquel agresivo animal, mientras el resto de las huellas se acercaban amenazantes hacia mí. Correr sería la opción más acertada, pero sabía que aquel enorme animal me alcanzaría en cuestión de segundos. Sentía un nudo en la garganta, sin saber que hacer. La lóbrega vista hacía ver todo en una escala de grises bañada con una pizca apagada de color, un color frío, que contrastaba con el dorado de los ojos del lobo.

Cada vez tenía las huellas de los invisibles seres más cerca, con muchísimo miedo. ¿Cómo solicitar ayuda cuando me había metido yo sólo en aquella situación? Aunque entre todo el miedo puede ver una cosa, el mar se alejaba, cada vez estaba más lejos de mi, con un color aún más oscuro, casi negro, y el rastro que dejaba era una arena de un tono verdoso muy apagado y oscuro.

Me intenté mover hacia el mar, pero el lobo gruñó, me enseñó todos sus dientes, arrugando su hocico y erizando el pelaje de su lomo. El feroz animal dio paso adelante. No lo pensé más y corrí hacia el mar, pero por más que me intentaba acercar este se alejaba. 

Hasta que el lobo me dio caza.

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