El Portador de luz


Entre todos los ángeles que hay en esta dimensión, todos tan iguales, todos tan parecidos, ¿qué diferencia al crío regordete del joven fornido? Las mismas alas, el mismo cabello rubio y ojos azules, revoloteando con sus túnicas. Hay veces que creo ser el único “con los pies en la tierra”.

Aunque no soy muy diferente a ellos, difiero en el tono de mi cabello castaño y mis ojos verde oliva, y según dicen, mis alas son las más radiantes de todo el Cielo, como si conmigo llevara la luz del día. No cabía la más mínima duda que, entre los iguales, el hermoso era el diferente, y en esta ocasión me había tocado serlo a mi.

Al principio estaba bastante bien, me gustaba el rollo de ser el Portador de luz, ser admirado por unos, envidiado por otros, pero querido por todos. Seguramente, a mi lado solían estar los que apreciaban lo que soy, tal y como lo soy, e incluso los arcángeles me tenían cierto respeto con algo de envidia. Y me gustaba, me vanagloriaba con las muestras de inferioridad del resto de ángeles. 

Pero de tanto estar con los hombres, el corazón de los ángeles se corrompió. La envidia creció, comenzó a hacerse algo patente en sus semblantes, en sus actos, y, como se pasa del día a la noche, el amor pasó a ser odio. Empecé a ver en sus ojos el desprecio, el asco, sus bocas torcidas mostrando la repulsión que les infundía. Empecé tolerando los pequeños corros cuchicheando que callaban cuando yo llegaba, toleré empujones, las miradas frías, asesinas, ojos que acusan, que me trataran como si no existiera. Empecé tolerando que cada vez que hablara hubiera muchos apuntándome con sus armas a la sien, toleré que me trataran como el raro, que hicieran de mis actos acciones moralmente cuestionables.

Hasta que no pude más, y una noche, oscura y tranquila, estando sólo en mi habitación, como era digno de mi, estar sólo, pues nadie quería ya la compañía de alguien tan soberbio, me derrumbé en un mar de lágrimas. Aunque sabía que ninguno de ellos se las merecía, pero ¿qué podía hacer? A ellos ya no había quien les cambiara, y mucho menos los iba a cambiar su enemigo más acérrimo. Todo esto me hacía cuestionarme cómo había conseguido volverme tan malévolo si no le deseaba el mal a nadie… o por lo menos no solía deseárselo a nadie sin motivo infundado. 

Me preguntaba en qué clase de monstruo me había convertido, por qué me había ganado el odio de todos, ¿sería acaso consecuencia de mi físico? ¿Qué acto de maldad he llevado a cabo para caer en semejante ostracismo? ¿Es consecuencia de tener una opinión diferente al resto de ángeles? ¿Es por mi supuesta falta de moralidad en mis actos? ¿Qué había de verdad en todo lo que decía? ¿Sería un episodio pasajero o esto sería para toda la eternidad? Una cosa tenía clara entre tanta incertidumbre: no era un episodio pasajero.

Con la cara mojada de lágrimas supe lo que tenía que hacer, como una revelación, una manifestación patente de lo que debía llevar a cabo, dejé mi espada y mi aureola, ya no los quería. Extendí mis alas y volé lejos, muy lejos, hasta las mismísimas entrañas de la tierra. Seré el primer ángel caído, pero pero sé que no seré el único, si me lo hicieron a mi, a otro se lo harán y el infierno se llenará. Comprendí que el mal es la obra más natural del hombre, el mal le sale del alma, y es el hombre el que ha corrompido a lo más alto.

Desde aquel día la gente teme a la luz.

Comentarios

más leídas