El ángel caído
Su rasgo más característico son sus ojos de un profundo verde oliva, cabello castaño claro.
Paseaba por las calles de la triste ciudad, sin levantar la vista del suelo, sin poder evitar fijarme en lo ciegos que estaban todos los transeúntes, los cuales no veían que a su lado estaba pasando un ángel, que, aunque caído, no dejaba de hacerse ver. Mi vestimenta difería del resto en que, mientras todos vestían colores muy vistosos o negro, yo adapté mi estilo al suyo pero no varié el color, unos botines, vaqueros y camiseta o sudadera todo blanco.
La luz de la luna comenzó a disolver el número de personas que transitaban las calles hasta dejarlas desiertas. Mientras, estando sólo, caminaba por una calle de adoquines, con casas de piedra mi atención se fijó casi por completo en un farol que daba una tenue luz amarilla que alumbraba pobremente su alrededor. Parecía antiguo, como el resto del barrio. Miré a mi alrededor. La luz de este pareció decaer hasta apagarse por completo, dejando a la luna llena iluminar mi cuerpo, fue entonces cuando, cual licántropo se convierte en lobo algo comenzó a crecer a mi espalda, abultando la sudadera.
Tanto la sudadera, como la camiseta que llevaba debajo, cayeron al suelo desgarradas por aquello que había crecido a mi espalda. Giré mi cuerpo para intentar ver aquello, y pude ver algo que en mi solía ser común, algo que casi había olvidado, volvía a tener alas, pero su color ya no era blanco. El color negro de mis alas me asustó. Me acordé de quién era… miraba la luz y recordé mi identidad. Me solían llamar el Portador de la Luz, el Hijo de la Aurora, y ahora estoy paseando por las calles, famélico y sin cubrir mi torso, mis alas han perdido su blancura para tornarse negras, me llaman Lucifer.
La humedad de aquella fría noche me calaba hasta los huesos, intentaba acercarme al farol para que me diera su calor, cubriéndome con mis alas, intentando conservar el poco calor que conservaba en mi. Me fijé como la niebla formaba un halo alrededor de la luz que me alumbraba. Me derrumbé allí mismo, a la vista de todos. Un ángel caído que no tenía dónde ir, no tenía qué comer, no tenía hogar, no tenía ganas de seguir viviendo. La mayor tortura era ser inmortal.
Escuché como una respiración fuerte se acercaba a mi, poco a poco, pero no veía nada. Sólo oscuridad. La luna hacía tiempo que se encontraba cubierta por unas gruesas nubes. Parecía un animal grande olfateando. Me incorporé de un salto al escuchar un grito de bestia en frente de mi. Poco a poco se materializó el ser más malvado de la faz de la tierra: el hombre. Sus movimientos eran bastante toscos y rápidos. Iba encorvado. Mientras avanzaba pude ver que aquel ente con forma humana no estaba vivo. Era un cadáver, un cadáver que estaba en proceso de descomposición, y aún así se movía.
Pude ver cómo, de la nada, aparecían más y más hasta llenar las estrechas calles de aquella zona en la que, sin saber cómo, me había metido. El que estaba más cerca de mi se detuvo, se irguió y comenzó a gritar al cielo. A él se le unieron muchísimos más gritos histéricos, como si verme les enfureciera aún más, como si tuvieran envidia de que estuviera vivo.
Sin pensarlo abrí bruscamente mis alas, golpeando a los zombies que estaban a mis laterales y alcé, por primera vez en cuatro meses, el vuelo.
Veía a aquellos no-muertos alzar sus manos al cielo, como si quisieran alcanzarme. Las puertas del cielo se me volvieron a abrir, habiendo dejado a todos los cadáveres tras de mi, siendo testigo de cómo mis alas volvían a ser blancas, cómo volvía a llevar la luz a la Tierra.
Junto a las puertas, un águila anhelaba mi retorno.
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