Tan grande como una nube

La suave brisa ya trae consigo cierto toque gélido en su soplar, lo siento en mi piel, cuando el viento me roza delicadamente. El sonido de las hojas mecerse, filtrando el sol entre sus huecos que se van moviendo, creando fantásticas sombras sobre la verde alfombra de hierba sobre la que estoy tumbado, a la ladera del enorme árbol, en la cima de una pequeña colina, a la que se accede sólo por un túnel de vegetación… un pequeño secreto que guardo desde niño, mi pequeño paraíso.

Echando la vista atrás, viendo todos y cada uno de mis cambios a lo largo de mi vida, desde la época en la que me escapaba a hurtadillas de la guardería, hasta ahora, me alegro de lo que he vivido, de todo lo que me ha ido pasando en la vida, porque cada acción, cada hecho me ha ido amoldando, y me gusta lo que soy ahora. Sinceramente, creo que tengo todo lo necesario para ser feliz, un amor que roza lo fantástico, el cariño de mis más allegados y un niño en mi interior al que me hace ser quien soy. 

Aquí, tumbado a la vera de un árbol milenario, y rodeado de naturaleza, en mi lugar secreto. Inspiro el suave aroma que desprenden las pequeñas plantas aromáticas que crecen por doquier, siento cómo el aire, fresco y puro, entra en mis pulmones haciendo que se agrande mi pecho. Espiro. Me sorprende la tranquilidad de este lugar, tan «de siempre» pero a la vez tan nuevo y fascinante, donde dejo la mente vagando por miles de divagaciones, aunque a veces aproveche para tomarse un descansito y dormir.

Una gota cae sobre mi nariz, despertándome. El sonido de la lluvia anuncia un fuerte chaparrón que está ya cayendo sobre mi. Busco rápidamente resguardarme de la lluvia, sin dejar de maravillarme de las sorpresas que puede guardar este mundo. Me escondo bajo el pequeño techo de un antiguo templo que está al otro lado del enorme tronco, donde puedo ver caer la lluvia, y esperar que escampe. Aunque en el fondo de mi ser arde un íntimo deseo de que este mágico momento nunca cesara.

Veo caer las gotas sobre los charcos recientemente creados, escuchando ese sonido tan especial, como un ruido constante que puede pasar desapercibido en cuanto miro a otro lado, la sensación de humedad omnipresente que siento como si estuviese ceñida a mi piel. Y el olor, ese aroma tan añejo y nostálgico que a tantos lugares me transporta con tan sólo entrar por mi nariz, la tierra mojada. No entiendo porqué me gusta tanto, pero deseo que llueva más fuerte y más fuerte. 

Cada gota al tocar un charco crea una onda expansiva en toda la superficie que vuelve con fuerza hacia arriba, creando un pequeño ser cuya existencia dura apenas unos segundos, de pie, en el centro de la onda, con un leve brillo de azul marino muy intenso. Todos, cuando se crean, alzan sus pequeños brazos con una pequeña esfera que alzan por encima de sus cabezas y esta flota en el aire, llevándose el resplandor azul de los pequeños seres, que se funden con el agua del charco.

El agua se desliza por cada hoja, por cada piedra, llevando consigo las diminutas esferas con el tenue resplandor azulado que los diminutos seres de la lluvia habían dejado. No puedo creer lo que veo, allá dónde miro hay un microscópico ser que entrega esa pequeña esfera al aire y se funde con el agua del charco. Me pregunto qué serán, si serán mero producto de mi imaginación, la del niño pequeño que llevo en mi interior, combinada con la magia de este lugar.

¡Qué llueva, qué llueva cuanto quiera llover! Cuanto más miro a los charcos, a la lluvia que cae sin cesar, más me parece a mi que es real, que esos pequeños seres que se extienden por los cuatro puntos cardinales son el espíritu de cada gota que se entrega por el charco. Me asomo a un charco y mi cara empapada en el agua de la lluvia se queda grabada en mi pupila, como si fuera un mundo completamente distinto. Soy yo, pero con más de una década menos.

No puedo evitar pensar en los años que han pasado, y los que quedan por pasar. Lo poco que han cambiado cosas tan simples como mi predilección por la lluvia y la naturaleza. Me llevo la mano a la cara, mientras que el niño del reflejo, distorsionado por los pequeños seres que se entregan al charco, se toca un rostro fino y suave, yo noto bajo mis dedos la áspera textura de una barba afeitada hace hoy dos o tres días.

Siento pesada la respiración, pero al ver tal imagen no puedo evitar esbozar una tímida sonrisa que se va ensanchando hasta impulsarme a salir del antiquísimo templo para disfrutar de la lluvia, como lo haría ese pequeño del reflejo, como me hubiera gustado hacer en tantas ocasiones. ¡Qué llueva, qué llueva! Mis pelos, mojados, se ciñen a la piel de mi cara. Doy vueltas con los brazos extendidos, inspirando el aroma a tierra mojada y la libertad, espirando la alegría más pura e infantil.


Una libélula se posa sobre mi nariz, despertándome. La brisa sigue portando ese punto gélido que anuncia el final de la tarde. No hay ni rastro de lluvia. Me llevo una mano al pecho, sintiendo esa mezcla de alegría y decepción. Tan sólo era un sueño… Sí, tan sólo un sueño, pero tan grande como una nube.


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