No nos hundirán

Nada se puede comparar a los truenos que suenan a la par que los relámpagos, indicando que estamos en el centro de la tormenta, esos que van de acá para allá, cayendo sobre la mar que alza olas tan grandes como montañas donde sólo el resplandor de los rayos dejan ver cómo se ciernen sobre nosotros, amenazando con hundirnos, olas que nos alzan a una altura vertiginosa para dejarnos caer sin piedad. Cuando el agua dulce de la lluvia se funde con la sal de una mar furiosa.


El agua en cubierta que se balancea furiosa, deseando volcar el navío que resiste valientemente, como la voluntad de un enamorado, a la enorme fuerza de los vientos que nos asedia por los cuatro puntos cardinales, encallado en la propia mar que nos es hostil. Sin rumbo y a la deriva, pero aún a flote, y por mucho tiempo, que la tormenta no conseguirá vencernos, al igual que con nosotros no pudieron ataques piratas, ni las hambrunas, ni el sol abrasador en cubierta.

El calor del esfuerzo por mantener las amarras en su sitio, junto a la molesta humedad que ciñe las telas al cuerpo, dificultando el movimiento. La oscuridad que agudiza nuestros oídos, que sólo escuchan el constante sonido de la lluvia caer sobre la cubierta y las olas, que se mueven violentamente, hasta que un rayo ilumina todo en un instante. Unos segundos en el que todo el crudo escenario se queda grabado a fuego en nuestras retinas como una imagen congelada.

Un navío que sigue la ley de la mar, aquella que siguen sólo los que han nacido y crecido en la mar, aquella que no le teme al destino y que nunca ha servido en tierra. Un navío tan fuerte como lo son sus viejas maderas, que aguantan como si fueran de roca la imparable fuerza que las aguas imprimen sobre ellas, haciendo que crujan como quejido. El mascarón de proa parece hasta llorar por la fuerte tormenta, con toda esperanza de arribar a puerto perdida en la mar del olvido.

¡Que tan sólo sea el mascarón quien pierde la esperanza! A la marinería no se le permite perderla, demostraremos que tenemos sangre y que el barco nunca será el recuerdo borroso de tiempos mejores, que la vida no puede llevarnos por delante, sino al revés, agarrar con brío su timón e izar sus velas, al igual que las de de La Noche, para llevarla a buen puerto y, si hace falta, rezarle a la Virgen de Carmen pero sin descuidar el puesto, que la mar no perdona ni un sólo despiste.

La Noche surca las aguas turbulentas con brío sin sucumbir a los violentos golpes que le atiza la mar, embravecida por la fuerte tormenta, como un sueño que nunca ha existido, aquel que nunca ha de zozobrar. Cuando la marinería y el capitán son uno, que trabajan hombro con hombro por sacarlo a flote, por más truenos que vengan, por más olas a babor y remolinos a estribor que tripliquen el tamaño de nuestra eslora, por más huracanes que intenten lo que jamás nadie ha conseguido: doblegar la voluntad de La Noche.

Otro relámpago ilumina la escena dejando ver cómo cae esa lluvia con fuerza sobre todo lo que se encuentre bajo las enormes nubes, pero el trueno tarda casi un segundo en llegar. Aquello anima a la marinería. Se está alejando. Estamos consiguiendo que el navío salga victorioso de otra fuerte tormenta, ya falta poco para que el sol vuelva a brillar sobre nuestras cabezas y el día felicite a La Noche por la temible hazaña de encarar valientemente el temporal.


Pero hasta que el glorioso final llegue, y mi navío pueda volver a ver un nuevo amanecer con gaviotas que anuncien tierra, hemos de trabajar duro, como hasta ahora o con más fuerza y La Noche al alba vencerá.


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