Manos

Desde que la humanidad ha caminado sobre sus dos piernas siempre ha contado con la inestimable ayuda de las manos, esas que en la evolución permitieron a una joven humanidad usar herramientas de todo tipo y así desarrollar aquel prematuro cerebro. Manos que portan armas y manos que llevan una regadera para las flores más finas. Las mismas manos que inventaron cosas tan prácticas como hermosas, desde artilugios tan magníficos como la rueda hasta gestos tan finos como una caricia en la mejilla.


De las que sirven para trabajar, acostumbradas a agarrar las cuerdas de las redes llenas de peces, a las de un tal Miguel Ángel, que decoraron con sus frescos los techos y paredes de la Capilla Sixtina, a las que se pasean por la suave espalda de una mujer con una delicadeza inigualable. Las que se meten en peleas y vuelven la piel morada, a las que baten la masa de un futuro pan para que esté lo más tierno posible.

Esas esculturas griegas que supieron crear unos cánones de bellezas propios de mismo Olimpo, hechas con las manos de los artistas más destacados, desde Fidias hasta Timoteo, que supieron transformar el duro mármol en la tela más fina, mantos mojados hechos de piedra que se ciñen al femenino cuerpo de una musa. Esos templos tan grandiosos y tan perfectos, cuya arquitectura ha sobrevivido por los siglos, que se alzaron en el nombre de su dios, hechos con las manos de miles de albañiles.

La misteriosa sonrisa que pintara con sus manos Leonardo en su cuadro «La Mona Lisa», la que seguramente estuviera inspirada en las tardes de primavera de Florencia, o la sencilla postura de aquella maja que desnuda posaba frente a Goya, que con sus manos plasmó el alma de la joven mujer sobre el lienzo. Los huevos que freía la vieja en el cuadro de Velázquez, que mancharía su pincel en el color del Guadalquivir para pintar tan cotidiana escena con su puño.

Quien pudiera sujetar entre sus dedos una pluma y que de ellas saliera, como por arte de magia, un «volverán las oscuras golondrinas», o la descripción más tierna y sensible de un bonito burrito blanco que entre las flores más delicadas trotara felizmente. Quien pudiera rozar la perfección de los cien cañones por banda y el viento en popa a toda vela, de aquel que con sus manos llevara a buen puerto aquel bajel pirata. Yo quiero tener las manos de un tal Neruda para poder tocar tu corazón.

Entre las calles de Vienna, dónde sonaba un Réquiem que compusiera un joven austriaco, por donde pasa el gran Danubio, por el cual Strauss navegó y al rozar el azul de sus aguas nació el famoso vals. De las dos manos de un músico de Venecia nacieron las cuatro estaciones y de las de un viejo alemán se fue creando en seis años la sinfonía más perfecta que jamás se escuchó, al igual que el alegre y genial canon que Pachelbel creara con sus dos manos.

Las que crean de la nada cosas maravillosas, como las que sobre un papel hacen desde la música más fina y delicada, a los puentes más grandes que la humanidad verá. De las que son capaces de darle sabor a la vida con la cocina más innovadora, a las que hacen una película tan sensible y pura como la sonrisa de un niño como tantas veces ha hecho Miyazaki. Manos que hacen tanto, manos que van desde Moguer hasta Tokio, capaces de convertir un desierto en un valle de flores.


Y mis manos que hoy escriben estas letras, a golpe de tecla en el ordenador, tan sólo les bastó una caricia tuya para despertar y volver a escribirte por una vez más, como ayer, como siempre.


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