Sueños y locura
La música que en sí me parece más bonita para mis oídos es la del viento, cuando acaricia suavemente los campos, como si peinara los sedosos cabellos de una mujer, cuando su verde se mueve en una amable danza que hace que me sienta feliz de estar aquí, de dejarme llevar por esta dulce serendipia que me condujo inocente hasta este magnifico lugar dónde mi cuerpo y mi alma se conectan con la naturaleza, de una manera perdida en el amanecer de los tiempos.
Dicen que un pájaro no alza su primer vuelo hasta que el viento le es favorable. Y cuando lo hace, ilumina al mundo con su felicidad, rebosa esas ganas de comerse el mundo, volar tan alto como nadie nunca ha llegado y proyectar su sombra sobre la superficie de la tierra. Respiro este aire puro, tan limpio y liviano. Siento cómo roza mis mejillas y revuelve mi pelo, despeinándolo como diciéndome que es el momento de alzar el primer vuelo, que me atreva a vivir.
Quién tuviera alas para desplegarlas y mirar desde arriba a las nubes, ver el sol reflejado en cada río como una fina veta de oro, sentir como mi cara corta el viento, escuchar ese sonido que produce el aire al dejarme pasar entre si. Quien pudiera despegar de la forma tan natural que lo hacen las aves, dejarse caer sin temor a chocar, planear sobre el mar mientras pequeñas gotitas de la marea salpican de esa forma tan delicada sobre mi rostro.
El viento vuelve a soplar con fuerza sacándome de mi ensimismamiento. Siento que mi ropa se ciñe a mi espalda, devolviéndome a una realidad donde no tengo alas, ni puedo volar. Es entonces cuando mi caballo roza mi hombro con su frente, llamando mi atención, diciéndome, con esa mirada tan especial que me hace ver en él más de un simple animal, que no necesito alas para volar. Subo sobre su lomo, que está listo para llevarme allá donde el viento habla.
Veo el paisaje a lomos de mi caballo, tan diferente, tan cercano. Antes de que empiece a cabalgar rápido, me recorre un escalofrío por la espalda, el vello se me eriza, al sentir la brisa al paso. Le susurro al oído si está listo, agarro fuertemente las riendas, tragando saliva. El viento me es favorable. ¡Arre! Mi caballo sale disparado con una energía que no parece de este mundo, como si formara parte de ese aire que sopla alegremente en nuestra dirección.
Me siento libre, tanto que jamás pude imaginar que me quedaría sin palabras para definir qué es lo que se siente cuando la velocidad del caballo se despega del viento para volar sobre los verdes pastos, qué es esa sensación en el estómago que me hace sentir tan vivo e imparable, rebosante de ganas de comerme el mundo, qué es lo que me impulsa a querer cabalgar tan lejos como nadie ha llegado, a sentir el viento acariciándome la mejilla como si fuese la naturaleza quién me toca con cariño.
Las montañas que hay limitando el horizonte se ven cada vez más cerca, mientras el dorado de un sol que se quiere ir a dormir baña todo el prado de colores cálidos y tiñendo el cielo de un naranja tan especial. Pero yo no quiero volver. Quiero seguir volando a lomos de mi caballo, seguir con él al sol allá donde se oculta cada noche, sentirme vivo tal y como lo siento, no cómo debería sentirlo.
Suelto las manos de las riendas y abro los brazos en cruz, dejo que sea la misma naturaleza, la que me acaricia las mejillas con su brisa, me abrace ciñéndome la ropa al cuerpo. Cierro los ojos y en mi rostro se esboza una sonrisa inocente y pura. Quizás sea una locura, pero me encanta, me hace sentir tan vivo, tan libre que me parece estar sumido en un sueño del que jamás quiero despertar.
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