La tahona
Cierta vez, uno de los grandes filósofos de Atenas dijo que el amor es la alegría de los buenos, la reflexión de los sabios y el asombro de los incrédulos, y tan profundo calaron sus palabras que su reflexión quedó grabada a fuego en mi corazón. Quizás sea yo el único que ve el amor como el pan recién horneado, uno de los mayores manjares.
Siempre he mirado hacia el cielo al levantarme, por si no lloviera sobre los campos de trigo, al final uno acaba por saber hasta meteorología. Aunque me siento afortunado de tener esta tahona, hogar del mejor pan de todo el Imperio, en una sencilla Villa, en el sur de Hispania, donde la vida transcurre sin prisas, donde se respira la naturalidad en su estado más puro. ¿Y para qué quiero más? ¡Si con esto ya me siento un César!
Cada rincón de esta tahona me lleva a los recuerdos más profundos de mi infancia, cuando jugaba con el viejo burro que tira del molino, al que yo de pequeño solía llamar Coco, aunque supongo nunca hubo una razón especial para llamarlo así. El horno de piedra, siempre a fuego vivo calentando el pan que alimentará a la villa entera, impregnado con su olor el lugar que consideraba hogar. Hasta los expositores de madera, que yo mismo había hecho, donde exhibía mi pan como auténticas obras de arte me llevan a mi infancia.
Aunque no todo en esta casa son recuerdos inolvidables a los que acudir en situaciones de melancolía. Veía el granero, lleno de trigo, augurando una buena temporada, aunque sé que pueden venir malos momentos, como siempre saldríamos adelante sin perder la sonrisa. Podía presentir en las maderas del edificio un futuro muy prometedor, el cual me hacía suspirar y perderme en sueños en plena vigilia, quizás simples para algunos, pero suficientes para hacerme feliz.
Camino de espaldas cargado con la primera bandeja del día, mirando el molino, hasta llegar a la puerta donde está la panadería en sí, donde vienen los clientes, embriagados por nuestro buen olor, a comprar el mejor pan. Me giro, con la bandeja llena de panes para ponerlos sobre la madera y un gran beso para la que algún día será mi mujer. Atravieso con sumo cuidado la puerta. Allí está ella, esperando a la llegada de nuevos clientes, que más tarde o más temprano aparecerán por la entrada.
Me da un beso en la mejilla y me felicita por el trabajo bien hecho, me elogia por cómo he hecho el pan y hace que me sonroje. Yo le devuelvo ese beso, y apenas se espera la intensidad y el cariño con el que imprimo mis labios sobre su delicada y fina mejilla. Con unas palmadas en la espalda me anima a seguir con el trabajo, pero yo ignoro por un momento su petición. Mientras entra la gente en la tienda, ansiosa por comprar el pan, me quedo en la puerta mirándola embobado.
Me gusta verla cuando cree que nadie la ve porque está tan natural, tan perdida en su mundo, y tal vez soñando despierta con cualquier cosa que yo jamás llegaría a entender, o preocupada por mil motivos, de dudosa trascendencia, que la mayoría se arreglan con un abrazo y un beso en la frente. Me gusta ver cuando se evade en la soledad, cómo intenta agradar a cada cliente que entra regalándole una sonrisa, hasta cómo se le mueve el pelo al andar de un lado a otro.
De pronto ella se percata de mi mirada atenta y enamorada, me guiña un ojo, haciendo que mis latidos se aceleren. Siento esa extraña sensación de picardía porque me ha pillado y debería volver al trabajo. En un gesto infantil le saco la lengua y vuelvo a poner manos en la masa, pensando en lo fantástico que es este día, como todos los demás. Para mi cada día es un milagro, porque no hay milagro mayor que estar contigo.
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