Cuando yo me pele

Una pequeña veleta se mueve lentamente al son de un cálido viento del este, despejando la niebla que estaba como sucesión de un oscuro día nublado. La alegría vuelve a poblar las calles, todos parecen haber salido de sus casas, a disfrutar del sol, a caminar, a correr, a volar cometas… Las chimeneas ya no emiten humo y los charcos han desaparecido, hasta la mar lucía más tranquila tras la tormenta.


Hoy es un día de los que me hacen sentir vivo, de los que me llenan de energía, de la positiva. Podría ir irradiando felicidad, como un perro moviendo la colita, por el paseo marítimo. La salida del sol y la llegada de la calma me había influido agradablemente. La playa se encontraba tan despejada y serena, el ambiente era tan alegre y cordial como el de una fiesta improvisada aquí mismo. Es de esos días en los que no existen palabras para definirlos, salvo una inventada para el caso.

Nadie osaba, por el momento, de desafiar a la mar, adentrándose en sus dominios. Todos venían a la playa sólo a contemplarla, a olvidarse de sus problemas, de sus preocupaciones, desconectar de su contaminado día a día. Quizás sean cosas mías, pero tras el chaparrón todo el paisaje se ve mucho más claro, más luminoso, como si hubiera suciedad que se la lluvia ha limpiado. Las flores habían empezado a salir a ritmo de un sol que subía y subía por el horizonte, embelleciendo la tierra que habitan.

Voy contemplando cómo crecen las plantas, intentando ganar en el terreno las obras del hombre, que en contadas ocasiones cedían y colaboran con la naturaleza, haciendo poesía arquitectónica. Voy caminando hacia la parte más desierta y virgen de esta playa. En este lugar, donde nadie parece haber pisado su inmaculada arena, respiro y siento esa paz que llena mis pulmones, y oigo la armonía de las olas ir y venir tranquilamente sin más prisa que la que marca sus aguas.

Me aparto un poco el pelo que el viento del este había puesto sobre mi cara, mientras contemplo la tranquilidad que me infunde la mar infinita, sintiendo en su olor la omnipresente sal. Me siento sobre un pequeño montículo de arena, tranquilo, dejando la mente en blanco, respirando hondo, hasta llegar a un punto de tal concentración que toda la playa de mi alrededor prácticamente desaparecía, fundiéndose en un universo de colores que iban cambiando de unos a otros. Parecía estar volando a ras de la mar, con peces saltando a mi vera, salpicándome pequeñas gotas de sus aguas en el rostro.

Aquí es cuando yo me siento libre, aunque no tengo como otros días ese poder de creación que de mi emana, creando mundos completamente paralelos. Me siento como aquel que espera a alguien que viene en autobús y tan sólo ve pasar vehículos como pasa el tiempo sin que esa persona baje de ninguno de ellos. Y cuando pienso que ya todo está perdido, que hoy no voy a poder sacar nada de calidad, me acuerdo del camino de luz que la luna hace en la mar cuando el sol se ha puesto. 

Siento una conexión mística con el universo y todo lo que me rodea, hasta con un pequeño cangrejo que sale de una caracola. Como un nuevo amanecer, el sol dentro de mi vuelve a brillar, encendiendo mi mente, abriéndola a todo ese infinito que siento tan intrínseco. Mi mente deja de estar completamente en blanco a estar repleta de ideas, ilusiones y maravillas que no pertenecen a este mundo, pero sí al mío.


Es entonces cuando, de aquel pequeño montículo de arena sobre el que estoy sentado, sale una bella historia que a través de mi bolígrafo desgastado y mordido por la parte de arriba, tan mío como lo es la historia que está en el cielo de la cabeza de este hippie, se hace material sobre el papel.


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