La rosa del desierto

La llamada a la oración inundaba toda la medina, que en el momento se sumió en el más profundo silencio donde sólo se escuchaba el adhan. La potente voz recitaba los versos de las oraciones casi con la rapidez del viento. Todo el pueblo, incluida la realeza, clava sus rodillas en el suelo para comenzar su oración. 


No dejaba de sorprenderme el imponente silencio que se hacía en todo el extenso territorio del sultanato, sólo interrumpido por los versos del adhan. Sentía estar en un lugar mágico, cuya idiosincracia me costaba entender, tal vez por mis raíces norteñas. Ese poético clamor en árabe me recordó cuando nos encontramos por primera vez, una cálida tarde, cada uno a un lado de la reja dorada del palacio. La más bella de las princesas moras, y un simple chico del norte.

Tú, mora y de la realeza, tranquila y relajada, viviendo un día más de tu perfecta vida en los jardines de un colosal palacio que era, en sí, un gran monumento. Y yo, un simple chico que tuvo la osadía de cruzar contigo una intensa mirada. Una mirada que durante el instante que duró paró el tiempo, permitiéndome ver tu alma y tu rostro tras el hermoso velo que lo cubría, protegiendo a la más bella de las flores. Me hice la promesa de permanecer en esta tierra hasta conocerte.

¿Una locura? Quizás lo digan los demagogos, en su afán de sorprender a alguien, pero tal vez yo tenga un nombre mejor para aquel sentimiento. Un sentimiento que afloró con tan sólo una mirada, intensa, breve y mágica. De esas que erizan todo el vello de la piel, que detienen el tiempo y la mente, bloqueándola en un único pensamiento: ella. Quizás fuera esa magia la que hizo que esa noche tú salieras disfrazada de plebeya al zoco y sólo yo pudiera reconocerte. 

Esa rosa que ocultaba el desierto, siempre mirando hacia el cielo, esperando que llegaran las nubes que de amor la regaran y pudiera florecer. El intenso color marrón en los ojos que aquella noche, bajo la mística capa azul de la luz de la luna, me miraban con cariño y curiosidad. Curiosidad quizás por mi tez pálida frente a la suya morena, por mi extraña vestimenta en comparación con la de sus paisanos, tal vez por ser el primero que le dedicó una palabra bonita, o por ser el único que la hacía sentir única. 

En sus ojos veía la desdicha de una vida de riqueza vacía en amor, la alegría de ver el deseo de hallar el amor realizado, la esperanza de encontrar a alguien que no la tratara como la hija del sultán que era, sino como la princesa que realmente es. Me sonreía como si esa fuera la primera vez que lo hacía, y me encantaba ver, bajo ese velo, la belleza de esa flor que era su sonrisa.

En un gesto muy atrevido acerqué mi mano lentamente hacia el velo que cubría su rostro, dándole un toque muy misterioso a su intensa mirada, de belleza sin igual, tan fino y delicado, que me parecía hasta una grosería tocarla con mis manos. Con mucho cuidado descubrí su rostro completamente inmaculado y, a mis ojos, el más bonito que había visto en toda mi vida. Teniendo las yemas de mis dedos sobre su mejilla con delicadeza, y el alma en vilo, acerqué mi cara a la suya, sus labios con los míos… 


El adhan llegó a su fin, y con este mi bello recuerdo. Se volvió a escuchar el murmullo característico de la concurrida medina, tras dedicarle a Allah unos minutos, todos volvían a sus vidas y yo al recuerdo del día que una hermosa princesa árabe y un simple chico del norte encontraron el amor eterno. 

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