La voz del viento
Por los acantilados, bosques y montañas, avanza con sigilo como un depredador a punto de dar caza a su presa. Moviendo las ramas de los árboles, formando remolinos con las pequeñas hojas caídas, inertes en el suelo, acariciándome el rostro mientras mi mente se pasea por las extensas galerías de la filosofía. Despeinándome. Portando ese olor a mar hasta lo alto del acantilado, donde me encuentro perdido en mis pensamientos.
Al igual que no puedo ver el viento, pero aún así lo presiento, algo similar me estaba pasando ese día con la mar, la oía como a la voz del viento, pero no podía verla debido a la espesa niebla que la cubría. Me gusta la niebla, pienso mientras giró sobre mí mismo y veo la mágica estampa del bosque cubierto por la espesa capa de nubes. La niebla le da un toque de misterio a todo lo que está en su interior. Quizás sea porque nunca el viento sopla a grandes velocidades cuando la niebla nos protege.
Caminaba adentrándome en el bosque, cuando algo detuvo mi marcha. Era un muñeco pequeño, incandescente y casi trasparente, se movía vacilante de un lado a otro, flotando sobre el camino. Me acerqué un poco a él y desapareció, dejando ver el musgo en las rocas de la vera del sendero. Volvió a aparecer a escasos metros de mi. Con sus pequeños bracitos brillantes me indicaba que lo siguiera.
Esta vez me acerqué a ese mágico ser con mayor cautela, y este empezó a moverse siguiendo el camino. Su velocidad iba aumentando por momentos hasta el punto que me vi corriendo. Podía escuchar el suave murmuro del viento en mis oídos, como si estuviera diciendo algo, como una poesía que llevara mi nombre. En mi carrera por el bosque me pareció ver seres asomándose entre las rocas como los que mi madre, siendo un niño, describía en sus cuentos.
Algo le pasaba a mis piernas, pese a estar en claro descenso, no me estaba cansando en absoluto, como si hubiese estado entrenando toda una vida para este maratón. Mi pequeño amigo se abría paso por medio de la niebla, de las ramas más rebeldes de los árboles, entre las piedras que había en el camino. En mi espalda sentía la fuerza del viento ayudándome a alcanzar mi objetivo, incluso me percaté de que los árboles apartaban su follaje a mi paso.
Pequeños seres, semejantes al que seguía, flotaban a mi alrededor, rodeándome, pero a diferencia del primero, estos no tenían esa fosforescencia que emanaba su líder. Estos empezaron a girar a mi alrededor, como bailando. Movían sus pequeños cuerpos transparentes, a compás de mis pasos en la tierra. Al igual que ellos, sentía volar a aquella velocidad, y quería tocarlos, pero por nada del mundo quería aminorar la marcha. Debimos llegar a lo más profundo, pues el camino acabó justo al lado de un puente.
El pequeño ser paró en medio del puente. Contemplé el río, jadeando, sabía que el agua corría en paralelo al mar, pero no donde desembocaría. La niebla no había mejorado, y apenas podía ver la cima a las montañas. Volví a escuchar la voz del viento encima de aquel antiquísimo puente. Me susurraba al oído con una melódica voz de mujer que apenas entendía, pero percibí en ella las más hermosas palabras que alguien pudiera dedicarle a una persona.
Comprobé que sin darme cuenta los pequeños seres transparentes habían desaparecido, incluido aquel que brillaba con luz propia. Me habían dejado sólo en aquel bello paisaje, pero tras darme la vuelta descubrí que nunca se habían ido, que seguían allí pero de otra forma, se habían fusionado hasta formar la silueta perfecta de una hermosa mujer. El que era el muñeco de luz le daba forma a sus ojos, con un brillo especial que parecía no pertenecer a este mundo.
Aunque era transparente a la par que hermosa, pude sentir el calor de sus labios, cuando, sobre mi mejilla, imprimieron un inocente beso lleno de amor. Fui a devolvérselo, pero ya no está allí, pero la huella que en mi corazón dejó aún perdura por más años que pasen.
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