La academia de las ideas
Hoy he visto tu silueta en la pared, y la sombra provocada la dorada luz del atardecer hacía que los ladrillos de aquellos muros se volvieran las flores más delicadas. El momento lo tengo en mi mente como un Dalí sacado del más profundo sueño, que prescindía de la lógica para enseñar un mundo bello. Ese instante que lo vi, ese instante que se fue, ese pequeño instante que mi tiempo se paró.
Paseo sobre un pulido suelo de mármol, mirando inquieto las estatuas que flanquean el pulcro pasillo. Su belleza es tal que le hace justicia a la época helenística, de la que proceden, tanto, que aunque son sólo estatuas me invade una emoción interna que apenas puedo describir. No puedo evitar pensar en las estatuas como maquetas de seres humanos, de sus expresiones, de su cuerpo… la idea más pura e intacta de persona, sin vida, hecha en mármol.
Parece ser que todo en este edificio guarda cierta relación, desde los motivos geométricos del suelo, simples cuadrados de mármol rojizo delimitados por líneas blancas, al techo con motivos más complejos en la bóveda que lo forma. Pasando por las estatuas y pequeñas cenefas que decoran las paredes. Pero mi mente se detiene en la altura que alcanza la bóveda, y me gustaba sentirme pequeño ante una arquitectura tan ostentosa, porque esto me recuerda que no tengo que ser perfecto, que tan sólo soy humano.
Ese debate profundo entre la idea y el ser que siempre está presente, y al caminar por la academia me estoy dando cuenta de su gran trascendencia. Cada ser que existe está en potencia de su idea, como anhelando rozar ese ideal de perfección, y tal vez por eso siento esa extraña sensación inefable al ver materializada en mármol, o en pintura, la idea de la belleza humana. Me encantaría rozar la fría y delicada piel de aquella Venus petrificada imaginándome que, en su interior hay una pequeña llama de vida.
Se podría decir que estas bellas esculturas, tan inertes como una roca, pero expresivas como cualquier persona, anhelaban la vida más que su inmóvil belleza divina. Quién sabe si en ellas radica la idea de vida como en nosotros la de belleza, algo que en la teoría se alcanza fácilmente pero tan sólo se puede rozar en la práctica. Tal vez para ellas la vida que tienen en su quietud no es más que el reflejo del un modelo teórico, un ideal de otro mundo, del nuestro.
Miro al cielo por el tragaluz que corona la cúpula principal de la escuela, donde griegos y romanos aprendían conocimientos de sus antepasados, cuando la enseñanza no era impuesta y sólo asistía el que realmente sentía interés. Podía imaginarme en un escalón a un joven escriba acompañado por su maestro y a un corrillo de personas dialogando sobre cualquier tema lo bastante trascendente como para ser tratado por ellos.
Al igual que las estatuas con la vida, las personas también debemos de tener una idea perfecta de nosotros que soñamos con alcanzar, lo que somos y queremos llegar a ser. Me gusta imaginarme a ese yo que todos tenemos como una estatua de nuestro museo de ideas, algo perfecto y real que no tiene cabida en el mundo físico. Es esa obra de arte que nadie podrá robar jamás.
De nuevo miro hacia el techo del gran edificio clásico, pensando en esas ideas de ese mundo tan mágico pero que a la par me resulta tan distante e irreal. Vuelvo la vista a la hermosa estatua de Venus, tal vez con cierto reproche por las paranoias que habían surcado por mi cabeza en estos últimos minutos paseando por la academia, tal vez con cierto agradecimiento por encontrarme a mi mismo reflejado sobre estos muros de la escuela de Atenas.
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