Antídoto
Sólo una gota de tu elixir será suficiente para curarme del todo.
Me ahogaba entre salvavidas, creí ser un fantasma frente a un público que me ovacionaba, me centraba en un desierto estando en el oasis, criticaba que no hay más ciego que aquel que no quiere ver, y el primero con una venda en los ojos era yo. Como sí caminará entre una espesa niebla y por miedo a caer al vacío fuera comprobando cada paso que daba, para no equivocarme, para no sufrir unas devastadoras consecuencias que, probablemente no existía, o de existir no eran tan devastadoras como yo creía.
El tiempo pasa rápido, y la travesía es largo, por supuesto, no sólo es posible encontrarte obstáculos en ella, sino que te los encontrarás por narices, pero quedarse en un obstáculo no soluciona nada, permanecer quieto en plena mar, esperando a la muerte, es una opción que no puedo tomar, y si he navegado por aguas turbulentas, en mi mano está dirigir bien el barco para evitar zozobrar y hundirme con él, como buen capitán, al igual que no puedo pretender acallar los cantos de sirenas, después de todo, son sólo seres mitológicos, quimeras que miles de marineros persiguen sin hallarlas nunca.
Me creía tan enamorado de la mar, que en cuanto embravecía y debía tomar medidas caía en un estado de ánimo que a nadie le deseo, impidiendo avanzar. Nadie de la tripulación sabía exactamente qué hacer. Pero lo peor que me llego a pasar en mis años de travesía fue encontrarme con una polizón que se había infiltrado en mi barco, y si digo que fue lo peor es porque consiguió sustituir a la mar, ella se convirtió en mi mar.
En cuanto la conocí quise en seguida desertar, darle el mando del barco a otro, fugarnos los dos hacia una de las islas del Caribe o el Pacífico donde poder pasar el resto de nuestras vidas carentes de preocupaciones, vivir juntos una utopía que fuera sólo apta para dos, en un mundo como el que me transportaba al abrir aquella vieja cajita de música, y enseñarle todo lo que había construido en mi Disneyland particular.
Para mi desgracia estaba condenado a llevar ese barco por el resto de mis días, la vida que yo elegí, el juramento inquebrantable que hice me impedía abandonar el barco. Ella parecía comprenderlo y con mirada melancólica me decía que iría donde yo fuera, no importaba el lugar, ni cómo de inhóspito fuera, si era conmigo aquel lugar sería digno de llamarse hogar. Sus palabras me llegaban e incidían directamente en mi alma, pero no podía permitir esa sensación de defraudación que me dejaba verla así.
Conseguimos llegar a puerto, a casa, y fue cuando vi una oportunidad única, si aún me acordaba, tomé mi coche, mi viejo Scenic. Un simple giro de 90°, no más, basto para escuchar el gruñido inicial del motor, sin saber si era buena idea que ella no viniese conmigo. No obstante, por el retrovisor veía una hermosa águila blanca siguiéndome, me acordé de la frase que me dijo en el barco… "estaré siempre contigo". Deteniendo el coche en el arcén, no me molesté siquiera en bloquearlo, salí corriendo por la senda, aquella senda de la montaña tan familiar.
Poco a poco, mis manos se fueron trasformando en patas, me llené por entero de pelo, y mi nariz se alargaba y ennegrecía. Llegó un punto en el que era más viable andar a cuatro patas que con las piernas. Sabía que estaba en un lugar que yo mismo había creado, no podía permitir que por culpa de un barco todo eso quedara destruido. Escuchaba el piar del águila, mi águila, percatándome por fin de quién se trataba, a la cabeza me vino la canción Don't stop beliving.
Inesperadamente, el águila baja de los cielos y exhibe, admirablemente, ante mi, su plumaje de un inmaculado blanco. Me mira como un ángel que ha descendido del cielo, y, en un momento, me doy cuenta de que verdaderamente lo es.
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