Por las alturas

La sensación es completamente distinta a cualquiera vivida anteriormente. Desde que se sube la última palanca necesaria para activar el motor hasta que echa a volar todo es completamente nuevo, me faltan palabras para describir algo inefable. Con la ilusión en mis ojos, el corazón a punto de salir por la boca, la emoción contenida en un leve tic en mi pierna y mariposas en la barriga. Solo cuarenta minutos sobre las nubes no es suficiente. Cuarenta minutos bastan para cambiar de rumbo los vientos de mi destino.

Lo había hecho ya más de mil veces con mi viejo Scenic, pero el girar de la llave, subidas las palancas, que hacía que el motor arrancara me provocó un escalofrío de los pies a la cabeza. La hélice se movía frente a la cabina calentando el motor. Todavía está frío, los nervios me están matando. Vamos a colócanos en pista. En el momento que los frenos se separan de las ruedas y la avioneta se mueve se revoluciona mi corazón.

Es en ese incómodo momento en el que la parte más racional de mi mente empieza a debatirse, ¿qué estás haciendo aquí? La avioneta se coloca al principio de la pista de despegue. Todavía no está el motor suficientemente caliente. Quizás debiera bajar. No, si he llegado hasta aquí voy a seguir adelante. Subimos la revoluciones del motor y con ello mis nervios. La aguja de la temperatura ya marca ochenta grados. Es momento de despegar. Momento de soltar la palanca del freno.

Mi cuerpo trata de fundirse con el asiento. La aceleración sube la adrenalina y dibuja una sonrisa en mis labios. En un abrir y cerrar de ojos dejamos la tierra atrás. Las ruedas se separan del suelo y mientras veo la ascensión se revuelven mariposas en mi estómago. Cada arroyo, canal y río se muestran como hilos dorados del sol. Me hago una idea de la altura al ver las minúsculas dimensiones los coches, los imperceptibles puntos que son las personas allí abajo.

Mis manos se ciernen a la palanca de control, mis pies sobre los pedales. No sé cuántos metros me separan de la tierra, pero en cierto modo me siento cómodo en aquella pequeña cabina. Se me olvida completamente el miedo que sentí al principio de la pista, que no ha hecho más que aderezar esta sensación de libertad. Intentó mantener la avioneta nivelada. Las turbulencias en el aire me provocan un cosquilleo por todo mi abdomen. Ciento sesenta por hora y todo estable.

Ladeo la palanca de control, la avioneta vira. A mi izquierda la tierra, con sus preocupaciones diarias, sus eternos cambios y esa sensación de vivir como dormidos, esperando a salir de la rutina. A mi derecha el fuerte naranja de un cielo al atardecer, un cielo imperturbable que marca con su clima y estaciones la vida en la tierra. Frente a mi, a través del difuso movimiento de la hélice, un horizonte casi vertical. Vuelvo a dejar que la avioneta se alinee con la tierra.

Traigo la palanca hacia mi para levantar el morro, la alejo para bajarlo. Siento que aún me quedan mil cosas por hacer, mil cosas por aprender cuando el tiempo decide jugar una vez más en mi contra. El sueño que estoy viviendo se acaba. Va siendo hora de poner lo pies en la tierra de nuevo. Apenas puedo creer que hayan pasado ya cuarenta minutos. Como un niño pequeño que no quiere bajar de una atracción de feria, mi mente se niega a creer que el tiempo se acabó.

La sensación es completamente distinta a cualquiera vivida anteriormente. La ingravidez del descenso me hace sentir ligero. De nuevo un hormigueo por el abdomen. Todo se hace más grande. Las ruedas rozan la pista como una bofetada que te devuelve a la realidad. Con los pies en la tierra y la cabeza en el cielo pienso que cuarenta minutos no son suficientes, pero bastan para cambiar de rumbo los vientos de mi vida.


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