Siempre mirando hacia el cielo
La tierra húmeda se hace amago de apartarse cuando mi pie se posa sobre ella. Se forman huellas de las botas que calzo cuando paseo protegido del sol bajo la copa de los árboles. Siempre con cuidado de no pisar ninguna de las delicadas flores que por doquier van creciendo. Con la mirada fija en el azul de un cielo cruzado tan solo por una nube blanca pasajera. Ya no sé a qué dios rezarle para que el cielo se dibuje en gris.
En este jardín donde paso gran parte de mi vida hay veces en las que pienso en la condición humana, en esa aparente predisposición a eludir la felicidad. Como si cada decisión que tomáramos no sólo nos coartara parte de libertad, sino parte de alegría. Pasamos tiempo mirando un pasado que se fue y un futuro que no llega, dándole la espalda a un presente que se nos entrega con miles de pequeños detalles que me hacen sonreír cada día.
Entre los caminos hechos de madera y los adoquinados con piedras las plantas incombustibles siguen creciendo con ímpetu de alcanzar el sol, aunque no lo podamos ver. Es como si para ellas el tiempo pasara de una manera paralela al nuestro, lejos de nuestras preocupaciones, sin nuestras prisas, parece que su única función es existir. Al igual que cada árbol tiene muy claro que su máximo anhelo es ver la luz del sol yo tengo como mayor meta en mi vida ser feliz.
Siempre me ha llamado mucho la atención que pragmáticamente una planta consume demasiados recursos a la hora de hacer crecer una flor con el fin de reproducirse. Bien podría hacerlo mil maneras mucho más cómodas para ellas, sin embargo es como si eligieran hacer flores con pétalos hechos con combinaciones de todo tipo de colores, o sin ser vistosas, como la dama de noche, desprendiendo un olor para mi tan nostálgico. Es por eso que cada vez que veo una flor pienso que es una sonrisa a la vida.
Paseo con mi regadera por esta tierra, mi tierra. Entre esquejes e injertos mis manos se han endurecido, tan solo para que este jardín desprenda toda esa belleza que solo las plantas tienen. Nada que sea artificial, yo las dejo crecer tan libre como lo serían allá en su lugar de origen. Se mezcla el verde de las hojas de la copa con la hiedra que trepa abrazando el tronco. El blanco del azahar y el olor del jazmín se funden con el morado de la jacaranda y el matiz rosado de los cerezos.
La fuerza de los robles y los cedros, la fragilidad de las orquídeas y azaleas. El omnipresente olor del eucalipto que arrasa con todo a su paso, el modesto tacto de cada hoja que conforma el césped. Cada trébol y cada seta que crece da un matiz especial a este jardín. Cada pequeña hoja está ahí porque es su sitio y es donde tiene que estar. Tan solo las piedras cubiertas de musgo guardan el silencio de todo el olvido de estas tierras.
Existe un lugar en lo más recóndito del planeta que puedo considerar íntegramente mío, el cual no cambiaría por nada. Donde poder ser yo en mi, el cual parece tener la llave de mi alegría, la fórmula mágica de mi felicidad. Allá donde lo roto se arregla y las heridas se curan. Cuidando las plantas que lo forman paso día a día, siempre mirando hacia el cielo, a la espera que un día amanezca teñido de gris y la lluvia riegue cada rincón de este paraíso.
Mi principal objetivo en la vida es ser feliz, y yo como jardinero, regando cada planta con mi regadera he encontrado toda mi felicidad.
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