Te he echado de menos
A todos nos llega ese momento que queremos aplazar eternamente. Una cita ineludible tal vez con un viejo conocido, quizás con alguien a quien vemos por primera vez, aunque quizás esto último sea lo menos probable. Ese momento en el que somos tan sólo una huella que se borra en la orilla del mar, un lamento que se escapa por el aire. Ese momento en el que toda tu vida desfila ante tus ojos y aceptas que los recuerdos pasados que ya no volverán. Cuando llega el último latido.
Mi vida han sido decisiones que he ido tomando. Me han llevado hasta donde estoy ahora, con mi pelo cano, recostado en la cama de un hospital. En mi ya no habita la tristeza, y los viejos resentimientos mueren con mi cuerpo. Es una sensación rara, de seguir teniendo estómago ahora lo tendría revuelto. Me siento ligero y sin consciencia de cuerpo, pero aún así me sé existente, de alguna manera. Poco a poco el hospital se desvanece. Sólo quedamos una enorme oscuridad y yo.
Esta confusión que ahora siento sería insufrible de no ser por esa extraña sensación de paz que siento. Mis preguntas son tantas que no sabría por donde empezar, no obstante tampoco tengo prisa por responderlas. Pronto la oscuridad da paso a una luz cegadora. Empiezo a notar mis manos de nuevo, los pies, la cabeza… tengo de nuevo un cuerpo, pero no cualquiera, mi cuerpo vuelve a ser el mismo que hace siete décadas. La luz se va haciendo tenue, mostrando un lago entre montañas.
Ya he estado en este lugar, pero no de esta forma. Rápidamente reconozco el lago Como, al atardecer. Estoy en una terraza cubierta por una enredadera. Es el lugar donde le pedí matrimonio a mi mujer. ¿Por qué un lugar tan especial? Pronto apareció ella, con su mejor vestido y también su mejor sonrisa. Tenía la apariencia que tuvo a sus veinticinco primaveras. Tan guapa como siempre lo fue. Amargamente recordé el día que la muerte vino a por ella y parte de mi alma se fue con ella.
Ahora la volvía a sentir tan cerca, tan real. Esa parte de mi que parecía perdida volvió a mi, con una alegría de estas que te hacen sonreír permanentemente. Tu mano rozó la mía. Tus labios me dedicaron una sonrisa que hacía siete años que no veía. Las lágrimas acudieron pronto a mis ojos. Lágrimas de emoción que no pude contener, como cuando nos casamos, ¿te acuerdas? Ibas tan guapa con tu vestido blanco. Allí mismo, sobre el altar te juré que ni siquiera la muerte podría separarnos.
Pero estos siete años separados han sido muy duros, y de no ser por nuestros hijos y nietos no habría podido salir adelante. Estuve tonteando con la pena y la muerte el primer año, nada parecía atarme a la vida. Recordaba cada detalle de tu ser como si siguieses a mi lado. Era como el niño que construye una muralla alrededor de una huella para que el mar no se la lleve. Nunca quise sustituirte, entonces conocí a una viuda en mi misma situación.
Hay quien dice que el amor sólo es para los jóvenes, pero me volví a enamorar de otra mujer que me hizo, en parte, olvidarme de esa pena que sentía por tu ausencia. La vida me daba una segunda oportunidad. No pretendo excusarme al decir que tan solo deseaba no morirme en soledad. Yo a ti te sigo queriendo como aquel hermoso día en el que yo ante ti me arrodillaba sacándote un anillo del bolsillo de mi camisa. Y la huella de ese amor no se borrará nunca.
Tu sonrisa me hace ver que lo entiendes todo y te alegras porque fuera feliz en tu ausencia. Coges mi mano como antaño lo hiciste y con voz suave me susurras al oído: «Te he echado de menos»
Comentarios
Publicar un comentario
Me gustaría saber tu opinión sobre esta entrada.