Ley de la mar
Una pacífica velada a bordo de nuevo de La Noche, mi barco, mi navío, mi mayor tesoro, mi libertad. Ese lugar donde las leyes del hombre dejan de ser válidas, donde es ella impone sus normas, su voluntad que bien es inflexible en su castigo con quien se alza contra ella, que bien pasa la mano con quien menos lo espera.
La Noche mantiene el rumbo que había establecido. Ya no hay vuelta atrás, volvía a zarpar, alzando su bella figura con las velas izadas, provocando la envidia de todos los hombres de mar que la veían surcar las aguas de todo el mundo porque La Noche es el ojito derecho de la madre que la vio nacer.
Una cúpula de estrellas cubría nuestras cabezas, reflejándose en la mar. Era de las pocas veces que sentía que verdaderamente el infinito existía, y casi puedo tocar toda aquella eternidad con mis propias manos. Vuelvo a estremecerme al pensar en la cantidad de agua que nos rodeaba, una enorme masa que bien parecía inerte, pero sólo yo sé que en sí la mar es un ser vivo, un ser vivo femenino porque alberga vida en su interior, porque a mis ojos de varón es atractiva, porque la amo como si fuera mía.
Completamente en calma, tranquila, como si durmiera. Observo a la amante insumisa de tantos hombres a lo largo de la historia desde la baranda de estribor, no había cosa que despertara más mi alma filósofa que aquella situación. Por mi mente pasaron pensamientos de diversa índole, mi errada conducta de estas últimas semanas antes de partir, de estar en ese «quiero y no puedo» de ser el mejor navegante que surque los mares, el marino perfecto, a consta incluso de mi felicidad.
Recuerdos de temporales a los que yo creí que La Noche no pasaría, aquellos que en alta mar te asedian, y ella muestra su ira entre lágrimas de dolor. Donde mis órdenes a la tripulación en cubierta parecen siempre ser insuficientes para que mi barco se mantenga a flote y no zozobre a las profundidades de la mar como muchos ya hicieron.
Parecen ya lejanos esos recuerdos después de todo lo que ha llovido desde entonces, no obstante mi mente traicionera me hace revivirlos como si se tratarán de ayer mismo cuando ocurrieron. Intento aprender algo de cada error, como suelen decir los viejo de este oficio, «tras mala navegación, el puerto sabe mejor».
¿Por qué seguir, pues? Me pregunto casi diariamente, sin que pase un día en el que piense en que la mar es la extensión infinita de mi ser, la parte eterna de mi alma que se mece al son de los latidos de mi corazón. Podría verlo como una condena, pero sería un engaño a mi mismo.
Mi reino es La Noche, mi ley es la de la mar, aquella ley que en la tierra ya no sirven por el corazón de los hombres que la gobiernan, la norma sacrosanta que dictan las olas como partitura de una melodía firme pero bella, despreciada por la tierra, donde cualquiera puede buscarse la vida y burlar las reglas impuestas por y para el beneficio de unos pocos, que se han hecho sus dueños.
Ella es completamente diferente, la mar no acepta dueños ninguno, ni antes, ni ahora. Ella es la mujer fuerte que se hace respetar por muy fuertes que se crean quien la navega, tal vez indulgente con una escasa minoría que escoge por capricho, pero por norma general, ella se hace respetar, y ¡ay de aquel que no lo haga! Mala sombra caerá sobre él.



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