Tras la máscara

Volví a entrar en su habitación, todo estaba tal y como cuando la dejó, sus muñecos, su peluches y pegatinas infantiles en las paredes, mi tristeza era tal que apenas podía mirar a los ojos a aquellos pequeños juguetes, que parecían tener un alma que sus miradas e inocentes sonrisas se clavaban en la mía.


Volvía a entrar en su habitación, haciéndole a mi corazón la más sincera promesa de no romper a llorar cuando lo viera todo tal y como estaba, de que ninguna lágrima se derramara de mis ojos al recordarla, recordar su infancia, cómo jugaba con todos esos muñecos, cada uno con su alma, el alma que mi pequeña les brindó con sus miles de historia que ellos mismos protagonizaban. Tuve que romper mi promesa, pues no podía evitar conmoverme al ver como me miraban.

Quizás fuese tan sólo impresión mía, pero sentí que los ojos de los peluches tenían un matiz de tristeza en su mirada, quizás porque te echan de menos, quizás porque saben que ya nadie juega con ellos, pero  sentí una punzada de dolor en mi corazón cuando los vi. En un acto de los que se pueden llamar «de locura», me abalancé al gran oso de peluche que era el que cuyos ojos más tristeza rebosaba, hundí mi húmero rostro en él llorando desconsoladamente.

No quería separarme de aquel enorme peluche que me abrazaba, mientras yo en ese abrazo sentía como si el alma de ella se hubiera encarnado en ese muñeco y me rodeara entre sus brazos. Sentía una prueba del amor más puro e incondicional que pocas veces en la vida había sentido por parte de una persona. Entre mis llantos, cuando la calma se acercaba, alejando a este temporal que arrecia en mi corazón, un suspiro que el aire se fue llevando, alejándose de mi, con el más sincero deseo de que llegara a tu corazón. 

Ya no quería ni acordarme de la tarde que llegaste a casa, hija mía, demacrada como si fueras una anciana, con tan solo veinti-pocas primaveras, con esa máscara que hacía que tu mirada no fuese la tuya. A penas podías mantenerte en pie y temblabas como un flan. Ahora lloro como lo hice aquella vez, como lo hice aquella fría tarde en el hospital, acompañando a la lluvia de aquella primavera que se heló como lo hizo una parte de mi corazón.

La sonrisa de la pegatina de Mini, la ratona creada por Walt Disney, en su coqueta postura me hacía sentir algo tan adverso, tan extraño, sentía la melancolía de que tu estrella se hubiera apagado, pero a la vez me evocaba cierta sensación de ánimo, un pequeño resquicio entre las nubes de tormenta que había en mi corazón por donde un rayito de luz de esperanza se colaba, aunque veía en sus ojos la tristeza más profunda, su sonrisa me animaba, me hacían querer seguir adelante.

El simple gesto de que alguien, aunque no fuera real, aunque fuera parte del decorado de la habitación, una pegatina que tan sólo le servía a ella para retomar el ánimo cuando, a media noche, se despertaba tras una pesadilla. El simple gesto de que alguien me sonriera en la adversidad de la pérdida de mi hija, de que la máscara que un día con quince años, con ese porro primero que hizo que sus primaveras se transformaran en inviernos, me llenó de alegría, sintiendo que podía salir adelante.


Me levanté del gran Totoro donde sentí el último abrazo que una hija le dio a su madre desconsolada, rozando con la yema de mis dedos todos los juguetes que un día ella les brindó una pequeña parte de su alma que nunca morirá.

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