Dulce locura

El color naranja de las farolas se refleja espectralmente en las nubes, que parecen quietas, inmutables e inalterables. Cubre por completo la que debería ser la luna más grande del año, una luna llena rodeada de un cielo lleno de estrellas que decorarían el firmamento. Al mirar arriba tan sólo se ve un lúgubre espectro anaranjado.


De pronto, un claro deja ver una de las pocas estrellas que hay arriba, en lo alto del cielo. Las nubes toman un contorno formando por los dos focos de luz que las alumbran, por la parte baja, un anaranjado tono artificial, y por los bordes del claro, el gris azulado más natural que la luz de la luna puede dar, consiguiendo vencer la intensidad de las farolas. En aquella figura tridimensional que las nubes forman, la luz de la luna se ve con más claridad, y gana más terreno a la mano del hombre, hasta que en aquel agujero de las nubes, se hace la luz y una bellísima luna se asoma. 

Estiro una mano para tocarla, pero se me hace imposible y se me antoja aquel acto como una locura. Una dulce locura, la de rozar la suave superficie de la luna con la yema de mis dedos, como si fuera la piel de una mujer. Sentado en aquel tejado la curiosidad viene a mi, comienzo a preguntarme cómo se vería la aquella hermosa figura celeste sin aquel manto de nubes amarillento. Qué expresión tendría si no estuviera ningún obstáculo al contemplar la tierra. Qué actos de bondad podría contemplar. Qué horrores podría estar viendo.

Aquella divagación hace que el cielo se iluminará, las nubes formaron una enorme pantalla en la que una luz blanca azulada parpadea lo menos tres veces, el primero es de poca intensidad, el segundo me encandila por su fuerza, ganando en intensidad a la luz de las farolas, el tercero parece que suelta la poca energía que le queda. La línea que separa los edificios del cielo, invisible en el instante anterior, ahora se veía con perfección dónde se acababan aquellas grandes construcciones y dónde empezaba aquella pantalla iluminada.

Al momento, todo se sume en la calma. Una lluvia llega muy discretamente, como si nadie la notara llegar, como si todos estuvieran anonadados por aquel relámpago, que, si no hubiera demostrado ya tener suficiente potencia, un estrepitoso trueno resuena por doquier. Todo lo que es guarda silencio en señal de respeto a aquel enrome sonido. Todo salvo el sonido de la lluvia. El siempre agradable olor a tierra mojada sube desde la tierra hasta mi nariz.

Es el momento de volver a casa, intuía que me iba a mojar bastante. Extiendo mis alas sintiendo que se están mojando, lo cual carece de importancia. En poco he alzado el vuelo, y las calles se vuelven poco a poco un plano, un mapa, parece un cuadro de arte abstracto con líneas brillantes y anaranjadas que se entrecruzan unas con otras sobre las cuales la lluvia cae. Otro relámpago hace acto de presencia ante mi. Me dirijo hacia la enorme masa de nubes, sin pensarlo demasiado, volando cada vez más alto, viendo como el mapa que tenía bajo mis pies reducía su tamaño.

Atravesando las nubes no veo nada en absoluto, y hace frío, pero al instante estoy fuera, ante un campo de algodón iluminado únicamente por la luz de la que debe ser la luna más grande del año y un bello firmamento. Un místico color azul baña las nubes, que parecen quitas e inalterables, y de vez en cuando, son iluminadas pobremente por un relámpago capaz de deslumbrar a las farolas, pero no a la luna.  


Miro la luna, veo su expresión de bondad más pura. Extiendo la mano para tocarla, y se me antoja aquel acto de locura. Una dulce locura, la de rozar la suave superficie de la luna con la yema de mis dedos, como si fuera la piel de una mujer. 

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