Sin miedo a naufragar

Y de pronto el viento cambió. Aquello que por la noche pareciera tierra se volvía al amanecer en una extensión de agua salada. Agua que mece el barco como una madre que acuna en su pecho a su hijo, parando el tiempo en cada vaivén. De la noche a la mañana, el fantasma de antaño se funde en la oscuridad. Oscuridad que vence el sol en la mañana. Sol que crea una estela en el agua. Somos hijos de una misma madre. Hijos de la mar.

La proa del barco va rompiendo las aguas, desgarrándola en dos. Se forman pequeñas olas que van perdiéndose a lo lejos. Pequeños fragmentos de gotas vuelan por los aires para parar en mi rostro. Huele a mar. Así que esto es lo que llaman "la calma", pienso mientras me dejo caer sobre la barandilla que hace frontera entre la cubierta y la mar. Entre el infinito y lo finito. Al este el naranja del amanecer, al oeste aún el azul de una noche aún reticente a irse.

Lo solía decir mi abuela que ninguna tormenta dura más de siete días, y que al final del sexto día siempre vendría la calma. Pero sobre mi ser pesa el sentimiento de estar ante algo efímero, miles de preguntas rondan mi cabeza, intentando comprender ese vacío. Miro de babor a estribor, tan solo veo la mar, por un lado anaranjada, con la estela del sol. Por el otro, azul profundo. El barco ha virado durante la tormenta, ya no vamos por la ruta que habíamos planeado al partir.

Por la cubierta se acerca un marinero a preguntarme por el rumbo a tomar. Retomo la compostura, salgo de mi ensimismamiento. Aunque en realidad no tengo ni idea de adónde dirigirnos, no sé siquiera qué orden dar. Me informa el marinero que varios puertos cercanos podrían darnos asilo. Con un leve gesto de cabeza declino cada puerto. Aunque parezca temerario, aún podemos seguir en la mar, seguir navegando pero esta vez a la deriva, adonde las aguas nos lleven. Sin miedo a naufragar.

Las pequeñas olas y la poca velocidad del navío hacen que se tambalee ligeramente. El mástil dibuja líneas imaginarias en el aire. El viento en mi cara me hace sentir vivo de nuevo. Respiro hondo la sal que hay en el aire, haciendo que forme parte de mi. Lanzó un suspiro al aire que se pierde en camino a ninguna parte, navegando a la deriva, al igual que nosotros. Pero dentro de mi siento que hay algo, más allá del horizonte, más allá del infinito, algo que me está esperando.

Pero la mar es traicionera, y en cualquier momento, cuando más en calma parece estar, se viene encima el mayor temporal que jamás haya presenciado. La mar es impredecible, por lo que para encontrar aquello que estoy buscando, aquello que está después del infinito, primero tengo que perderme. Descubrir nuevos mundos, nuevos puertos, hasta llegar a ese destino imposible al que pretendo llegar. Aún no sé nada de ese puerto, pero fijo el rumbo a la deriva. Que mi mente se pierda en este desierto de agua salada mientras mi corazón guía.

Este barco lleno de sombras vuelve a virar mientras el sol sigue su escalada por el cielo. Amanece un nuevo día. Un nuevo día de una nueva era, el inicio de segundo capítulo del libro de la historia de cómo arribé al puerto soñado. Quizás sea una locura pensar que existe ese puerto ideal, pero por buscarlo no pierdo nada, y aunque me tenga que perder para encontrarlo, yo no me caracterizo por ser un cobarde. Me caracterizo por ser hijo de la mar. Somos hijos de una misma madre. Hijos de la mar.



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