O caminho do fim da terra
En silencio escucho el sonido del viento soplar, tan lejano, tan envolvente. Como si mi cuerpo se fundiera lentamente en lo etéreo de su esencia y me llevara consigo allá adonde vaya, hasta donde deje de soplar. Quisiera poder detener el tiempo, convertir segundos en eternidades. Parar, coger aire, reflexionar adonde me está llevando el camino, adonde quiero ir. Continuar caminando. Con mi mochila a la espalda, y el infinito por delante, tan solo a un paso del resto de mi vida, a mil de la antigua era.
El cielo, que sin su azul natural pudiera evocarle a cualquiera tristeza y nostalgia, a mi me agrada. Me siento cómodo pese a la constante amenaza de la lluvia, a pesar de la baja temperatura y el frío en mis pies. Es una forma muy peculiar de sentirme vivo. Rodeado por la naturaleza, con la soledad de acompañante, mire adonde mire, camine por donde camine tan sólo el verde de las plantas. Es una de las formas en las que me siento más completo. Yo en mi.
Lejos de mi vida normal, lejos de aquellos que considero mis amigos y de aquellos cuya presencia me es non grata. Saco el móvil del bolsillo, lo apago para evitar que el fantasma de un pasado aún caliente y un presente que transcurre en otra dimensión interfieran en el ahora. Mi ahora. Un presente que sólo puedo vivir una vez, y no pienso desperdiciarlo como la última vez que vine. A veces es bueno romper con todo lo que te rodea, darse un pequeño respiro y caminar.
El peso de la mochila hace mella en mi caminar. El viento que me susurra al oido en lenguas que otrora se me antojarían muertas y hoy me parecen más vivas que nunca. Me hablan de dioses antiguos que viajan con el silbido del viento, dioses que viven entrelineas de la memoria, espíritus que se esconden entre los árboles. Todo a mi alrededor tiene vida. Todo forma parte de algo que me es imposible expresarlo con palabras, solo puedo sentirlo. Y al sentirlo hago que se haga parte de mi.
El mar a mi vera, a lo largo de todo el camino se hace presente con su olor a sal, fundiéndose con cada olor que el bosque desprende. En cada tronco de cada árbol el musgo crece mirando a un mar que embiste con fuerzas a las rocas del acantilado que nos separa. Sobre mi piel estoy sintiendo la humedad y el frío calarme hasta los huesos, pero en cierto modo es una sensación agradable, aunque inevitablemente pienso en un fuego que me caliente.
Lo que soñé anoche se enfrenta con lo soñado la noche anterior. Una voz de mujer que al oido me susurra que la ame, tan distinta y tan igual a la historia de siempre. Un beso en la comisura de mis labios. Bajo las estrellas la noche es oscura como un viejo luto. Tan sólo yo para sacarle los colores. Los músculos de mis piernas se van entumeciendo con cada paso, pero por nada del mundo quiero parar. Por nada del mundo quiero caer en volver a ser como antaño.
Ando por este camino que parece estar en el mismísimo fin del mundo, pero a su vez tan antiguo y primitivo como si ya estuviese aquí en el mismo momento en el que el mundo estaba siendo creado. Un lugar donde ser yo en mi. Fundirme entre los árboles, gritar a todo pulmón, cantar, reír, llorar sabiendo que nunca nadie me va a escuchar. Donde mi sombra va haciendo amigos que mis ojos no pueden ver. Donde sanar las heridas que me harán más fuerte.
Con mi mochila a la espalda, y el infinito por delante, a mil pasos de la antigua era, tan solo a uno del resto de mi vida.
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