Sin mirar atrás
Conduciendo por una autopista que nadie sabe adónde me llevará, el cuentakilómetros marca la historia que se queda atrás como números en una pequeña pantalla. Tan solo la luna ilumina una carretera oscura e incierta. Por el retrovisor tan sólo el resplandor rojo de las luces traseras, pero nada más. El velocímetro oscila, ora despacio, ora más rápido, pero siempre con la misma dirección: para adelante. El runrún del motor parece tranquilo en una noche donde sólo estamos la carretera, el coche y yo.
La radio, que antes estaba encendida a todo volumen para evitar que mi mente pensara en lo que no debía, se encuentra ahora apagada para evadir mi mente, concentrado en la carretera que tengo por delante. Los faros alumbran las líneas de la carretera, incluso con las largas puestas tan sólo puedo ver a lo lejos los elementos reflectantes de las señales de tráfico. Pero en si, encontrarme en medio de la noche, en mitad de la nada, en silencio conduciendo me relaja.
Conduzco por un mar de dudas, lleno de señales que me indican una cosa y la contraria. ¿Debería tomar esta salida que se me presenta, la siguiente o mantenerme en la autopista? ¿Debería dar la vuelta? ¿Voy demasiado rápido, demasiado despacio? Están las que me dicen qué debo hacer, quizás en contra de lo que mi corazón y mi moral me dictan. Lo que pienso, lo que siento y lo que debo hacer se encuentran enfrentados, cada uno diciéndome que tome la salida que piensan que es la mejor.
El asiento vacío de mi lado me devuelve a todos aquellos pensamientos que con música pretendía ahogar. Quizás eso me ayude a decidir la salida que quiero tomar, plantear un nuevo destino al que quiero ir. Suspiró mirando a lo que creo que es el norte mientras me pregunto si debería, si es lo que quiero. El pie derecho se hunde en el acelerador inconscientemente pensando en cuando volverá ese asiento a estar ocupado. Sé que no debo tener prisa, pero siento que lo quiero ya.
Mientras el coche va ganando velocidad las sombras de la noche se van quedando atrás. Me estaba levantando de una caída, con cada kilómetro que se graba en la memoria del coche estoy más cerca de levantarme por completo, pero siento que cada reflejo en el retrovisor me vuelve a tirar al suelo, sin dejar que me levante. Pero vuelvo a insistir, lo vuelvo a intentar. El sonido del motor, cada vez mayor, se vuelve a hacer omnipresente en la oscuridad de la cabina.
Cuando no tienes dónde ir, cualquier dirección es buena. La modesta luz naranja del reloj en el salpicadero me indica que son las dos de la mañana, llevo ya más de cuatro horas conduciendo en la oscuridad. Dos hora desde el término del día cero. A ojos del mundo ya estamos en el mañana, un futuro que se convierte en presente desde el momento que el segundero cruzo la franja de las doce. Quizás sea ya el momento de que mi segundero atraviese dicha franja.
Mi pie se levanta del acelerador. Mientras aflojo mis manos, que estaban aferradas al volante como un loco a su último resquicio de cordura. Siento mi corazón latir, siento como poco a poco me voy calmando. Los reflejos de retrovisor que tanto dolor provocan siguen ahí, quizás más difusos, pero empiezo a aceptar su incomoda presencia. El coche va volviendo a su velocidad normal. Sin prisas es como se disfruta del camino. Aunque no sé dónde está el destino, quizás sea mejor no saberlo.
Conduciendo por una autopista que nadie sabe adónde me llevará, sin mirar atrás, sin miedo y disfrutando del camino que es lo verdaderamente importante. Tranquilo, en una noche donde sólo estamos la carretera, el coche y yo.
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