La isla de las tormentas
Como si estuviera flotando en mitad de un mar que la tiene sitiada. Las olas que golpean fuertemente los acantilados por todo su litoral. Un sólo puerto tomado por el agua salada que hace imposible atracar cualquier barco. Allí donde nunca sale el sol. Fuera de toda tierra, de todo continente. Una isla asolada, abandonada a la que cualquier dios le ha dado la espalda. Sus habitantes ni siquiera alzan becerros de oro porque la eterna lluvia les ha arrebatado toda esperanza.
Afuera, más allá de toda la tempestad hay un mundo en guerra. Una guerra por la que los años no pasan. Dentro, si no llueve y el viento se lo lleva todo a su paso, una espesa niebla no deja ver más allá de la nariz. Las fuertes olas siempre azotando la isla, que poco a poco se desintegra para ahogarse en ese mar que la asedia. El mismo mar que por las noches llora con las voces quejumbrosas de criaturas que en el viven.
Siempre creí que cuando la niebla bajaba había enormes monstruos caminando entre las casas, hambrientos de carne fresca. Pero nada más lejos, era tan solo niebla. Podría haberme paseado entre ella sin que nada me atacara. Y sería el momento ideal para huir, pues el mar estaría en calma. Pero no quería huir, y aunque fuera el mejor sitio para vivir, era mi sitio, y sentía que no podría echar raíces en ningún otro lugar. Este siempre sería mi hogar.
Se hace duro dejar ese lugar tan especial para ti, ese sitio en el que fuiste feliz, en el que pensabas pasar la vida entera a pesar del mal tiempo. Pero en algún momento debía pasar. Tendría que abandonar la isla, buscar otro lugar en el cual me pudiera sentir tan cómodo como lo he estado en mi casa. Tarde o temprano, todos los vecinos se iban yendo a mejores lugares, a pesar de la guerra, y ninguno volvía nunca más.
Fue un día de niebla. Hacía dos meses que el tiempo había cambiado, muchos más días de niebla que nos permitían a los pocos habitantes que quedábamos salir a las calles, disfrutar a nuestra manera del frío. Pero cuando llovía era aún peor, si cabe. Las casas caían una tras otra… una de ellas la mía. Sin posibilidad de quedarme en cualquier otro lugar, tuve que hacerme a la mar la primera noche de niebla. Me sentía forzado a dejar aquello que tenía.
Ver el faro del único puerto de la isla desde alta mar me hacía pensar en lo que dejaba atrás. Su luz parpadeante me decía adiós a la par que me deseaba buena suerte para la travesía. Había empezado una llovizna tan leve como jamás la había visto. En mi exilio pensaba en lo injusto de la situación, desterrado de un hogar que yo construí, que no merecía esto, por todo lo que había hecho, por todo lo que había luchado…
Mientras veía la isla perderse en el horizonte, mi mente ya estaba pensando «mejor así», y en lo más profundo de mi corazón se cerraba una pesada puerta y arrojando la llave a las profundidades del mar. Con el primer rayo de sol sobre mi blanca piel, con el sentir el calor que esa cálida luz proyectaba sobre mi comprendí que jamás volvería a la que un día fue mi casa. Qué me importaba una absurda guerra si cada día amanecía con este hermoso sol.
El pequeño barco surcaba las aguas con destino a ninguna parte. Ahogando un suspiro dentro de mi ser y con una lágrima por mi mejilla, me fui hacia la proa. Nunca olvidaré mi hogar. Rumbo a tierra, me digo a mi mismo, en busca de una nueva tierra donde ser feliz.
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