Redoble de campanas
El horizonte es esa delgada línea que separa la tierra de un cielo que de nuevo está nublado. La espesas nubes presagian lluvia. Desde el campanario se ve el valle sumido en la sombra de las nubes, teñido de un lúgubre color pardo. Debería bajar de aquí. Las doce despertó a las campanas, que tañen para un pueblo concentrado en sus quehaceres diarios. Su sonido rebota en las montañas que lo asedian para volver a mis oídos como un eco del pasado.
Bajo de la torre. La oscuridad de su interior no me deja ver los escalones que me llevan a tierra firme. Dejo la pesada canción de las campanas a mi espalda. En mi descenso las escucho tañer de una manera melancólica y nostálgica. Tan sólo pequeños resquicios abiertos en la piedra del campanario dejaban entrar la pobre luz del día. De un día nublado. En el pequeño templo tampoco entraba mucha luz. En aquella iglesia edificada sobre piedra me encontraría seguro durante la tormenta.
Pero todavía no había empezado a llover. Me dirigí a la puerta principal. Fuera todo estaba en calma. El viento soplaba fuerte, las campanas tañían y la humedad se encargaba de que el frío se pegara salvajemente a los huesos. Las hojas de toda planta en el valle se movían con el viento, que revolvía mi pelo. Había algo en él que me hacía sentir lleno de vida. Algo que hacía que se erizaran todos los vellos de mi cuerpo.
Una finísima lluvia empapaba poco a poco la tierra de las calles. Se formaban pequeñas gotas de agua en las hojas de una enredadera pegada en la fachada de la iglesia. Golpeadas por otras gotas que se precipitaba del cielo, parecía que las hojas bailaban. La gente del pueblo empezaba a correr de un lado a otro, buscando donde refugiarse del viento, y de la fuerte lluvia que este auguraba. Algunos se metían en sus casas, otros buscaban cobijo entre los muros de la iglesia.
Tenía que apartarme cada vez que alguien quería entrar. De ningún modo quería separarme de la puerta. No quería dejar de ver cómo las gotas de lluvia iban formando charcos. Como iban ganando volumen. El viento hacía entrar el agua en el templo. La gente se quejaba de la puerta abierta, pero yo tan sólo escuchaba el sonido del viento hacer piruetas en mi oreja. Sólo escuchaba el redoble de las campanas ahogando con su eco cualquier sonido en el valle.
Tararean con su tañer una canción, tan antigua como el viento. Melancólica como un día de lluvia. Como este día de lluvia. Quizás la humedad y el frío de este día de adhieren a su metal haciendo que su sonar sea tan especial cuando llueve. Tal vez sea su alma de bronce la que llora con la lluvia haciendo que su redoble parezca desganado, desolador… Triste. Su sonido atraviesa vagamente la cortina de agua como un sonámbulo que a penas tiene noción de dónde está. De adónde va.
En lo que parece una eternidad, su sonido cesa cuando el monje encargado de su tañer ha dado las doce campanadas. Todo se sume en un silencio incierto. Nadie habla. Tan sólo el sonido de la lluvia caer. Poco a poco la iglesia retoma su murmullo habitual. Se pasean los monjes, encapuchados, ajenos a la multitud que se refugia en el edificio. Un hambre insatisfecha en mi se aferra al último eco audible de las campanas. Cada vez menor. Hasta que el mundo real pone mis pies en la fría piedra de la iglesia.
Un monje pone la mano sobre la puerta en la que estoy apoyado y empieza a cerrarla. Me aparto. Saboreo los últimos momentos que tengo viendo la lluvia mientras la puerta se cierra. Mi mirada se encuentra con la del monje unos segundos, hasta que la baja y termina de cerrar la puerta.
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