La condesa de la niebla

Cuando la niebla se levanta nadie ve más allá de su nariz. Hacia adelante, nada. Atrás, nada. Izquierda, derecha, norte, sur, este, oeste. Nada. La soledad se corona reina en un reino en sitio por el olvido. La melancolía es un ser incandescente que vaga tras la niebla al que nadie ha visto más que el azul de su brillo. El abrazo infinito de la humedad calando hasta los huesos, por mucha ropa que lleve, cual armadura que se oxida a cada paso. Cada vez que avanza.

Ella vaga vestida de negro por las habitaciones de su enorme castillo asediado por una niebla permanente. Va recogiendo los recuerdos que un día fueron olvidados. Recuerdos que sienten, recuerdos que lloran en la soledad de la noche, bajo una luna que no pueden ver. Bajo estrellas sin luz. Vidas que la condesa rescató y que la gran mayoría de ellos se quedan en su condado trabajando para ella, formando una ciudad olvidada. Devolviéndole el gesto de haberlos salvado de la oscuridad.

Nadie ha llegado nunca a conocer bien a la condesa. Nadie puede decir por quién llora o por quién suspira. Nadie es capaz de hacerla reír. Cariñosa con todos, pero muy reservada para su persona. Siempre vestida de negro con un cuello vuelto y las manos sobre su vientre. Su oscuro cabello lo leva siempre recogido en un moño y nadie nunca la ha visto con el pelo suelto. Sobre sus ojos pesa la mirada de una madre, nunca fatigada y llena de cariño.

Familias enteras que un día recibieron el amparo de la condesa, recuerdos que vivieron épocas mejores, ideas que nunca llegaron a ver la luz del día, sueños hechos trizas y recuerdos tan tristes que juraron no hablar con nadie más en lo que les quede de vida. Todos viviendo en ese burgo del reino de la soledad, en el condado de la niebla. Las pequeñas casitas de madera se protegen unas a otras del frío invernal que castiga la región.

Los recuerdos van apareciendo de la nada, de un limbo paralelo que los deja ahí. Como niños pequeños por el castillo de la condesa, llorando en un rincón. Desnudos y perdidos en un mundo que se les antoja nuevo y frío. Esperando una mano que les ayude a levantarse. Un abrazo que cure su llanto. Y en el momento que parecen a punto de dejar de importarles todo la condesa le tiene su mano, les anima a levantarse. A reconstruir su vida. Les vuelve a dar esperanza.

Pocos son los que se van. De alguna manera descubren el camino entre la niebla y despojados de la tristeza inicial con la que aparecieron por primera vez en el castillo, se van bien vestidos y con una sonrisa, aunque no sin cierta aura azul de melancolía a su alrededor. Ella los despide con el mismo cariño con el que fueron tratados al llegar. Les desea buena suerte en su viaje, no sin que alguna lágrima baje por su blanca mejilla.

Ella se pasea por la ciudad que crece alrededor de su castillo, bajo el manto de la niebla. Se pasea para ver a aquellos a los que rescató, asegurarse de que están bien. Su expresión seria y su presencia solemne la acompañan como su sombra allá adonde va. La saluda todo aquel que la ve por la calle. Nadie la olvida. Tan solo ella es capaz de tender la mano a aquel que está necesitado. Tan sólo ella puede llevar a cabo la tarea tan dura de la que se lleva encargando toda la vida.

Día tras día, vaga vestida de negro por las habitaciones de su castillo, en su búsqueda incansable de recuerdos a los que darle una vida.

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