Aquelarre

A golpe de tambor acompañadas de las gaitas desfilan por el bosque de los árboles más altos. La noche es oscura, no hay luna y apenas se distinguen las estrellas entre las ramas de los árboles. El suelo es húmedo, como pisar un charco de agua, siento el frío en mis pies descalzos. Sólo el naranja de las antorchas proyecta tenebrosas sombras sobre el tronco de los árboles. Parece que el miedo se ha alojado en mi, mientras los latidos de mi corazón se aceleran y mis músculos se tensan.


Inefable. Es la palabra que debería usar para describir la mezcla de magia y miedo que en este momento domina mi ser al completo. No siento ninguna atadura en mis muñecas, ni nada que me esté controlando a ir adonde estoy yendo… al menos nada físico. Mis pasos siguen adelante ajenos a mi propia voluntad. Aunque en mi no ha nacido aún el anhelo de irme, más bien florece un pícaro deseo de quedarme con ellas, desconociendo qué me deparaba.

El bosque se acaba, y camino por un sendero cercano al mar, un acantilado, donde las hierbas que lo rodean parecen bailar a la luz del fuego de cientos de antorchas. Mis guías se alejan de aquella senda, adentrándose en una pradera donde más brujas vestidas completamente de negro, en un circulo de piedras talladas con runas antiguas, que inexplicablemente entiendo. En el centro del circulo un enorme marmita burbujea. Las escucho cantar mientras se colocan rodeando el caldero, a lo lejos también escucho truenos.

El miedo empieza a dar paso a una insaciable curiosidad por lo que pasará. Las piernas me dejan de temblar, empiezo a sentir lo que vivo, sin llegar a ser consciente del todo de dónde estoy ni qué hago aquí. Escucho parte de lo que dicen aquellas mujeres mientras hacen un pasillo hacia el caldero por dónde voy pasando. Una alza su voz «Mouchos, coruxas, sapos e bruxas…». Siento que me miran y ríen maliciosamente, pero poco me importa, mi curiosidad puede a todo aquello.

La gaita no cesa. Llego al pie del enorme caldero que burbujea mientras dos de las brujas más viejas remueven su contenido. Como consagrando su rito al mismo diablo, una de ellas aparece con una calavera de un macho cabrío que echa al caldero. Los cánticos se meten en mi cabeza, con la voz de la sacerdotisa «Con este fol levantarei as chamas de este lume que asemella ao do inferno». Las llamas que calientan el caldero se alzan hasta el cielo, siento el calor por todo mi cuerpo, como si el fuego hubiera quemado por completo mi miedo.

Con un gesto amable y a la par sensual una de ellas, la más joven, me invita a acercarme más aún a la marmita. Con un gesto de la mano, el fuego se aparta de mi lado, dejando ver el liquido negro que allí se calienta. Empujando suavemente mi codo, hizo que estirara el brazo. De su vestido saca una daga no muy grande. Yo permanezco inmóvil, y ella abre una brecha en la palma de mi mano. El dolor me invade, pero soy incapaz de moverme. Siento la sangre fluir por mi mano, caliente como el contenido de la marmita.

En lo que caen las gotas rojas de mi, siento que el tiempo se detiene. No avanza, y las gotas de sangre quedan suspendidas en el aire bajando lentamente. La chica que me había hecho el corte agarra mi cintura y cariñosamente me aparta de al lado del caldero. Cuando la gota toca el brebaje burbujeante ya estoy yo a una distancia bastante alejada del caldero. Comienza una reacción que desencadena la gota en el caldero. Empieza a salir espuma que se quema al tocar las llamas de la hoguera.

«Forzas do ar, terra, mar e lume, a vos fago esta chamada», sigue la sacerdotisa del aquelarre. Poniendo los brazos en cruz y la cabeza abajo, la sacerdotisa hace callar a todas las brujas que cantaban y el fuego, cuyas llamas habían alcanzado los dos metros, vuelven a medir pocos centímetros. Las que removían la pócima se retiraron con las demás. Saca un cucharón que colgaba de un cinto que sujetaba su vestido. Lo mete en el caldero sacando parte del brebaje.

Se acerca a mi con el cucharón. Había leído sobre esto, negarse sería fatal, y nadie sabía lo que pasaba si aceptaba, pero cierto deseo interno me impulsa a aceptar la ofrenda de la bruja sacerdotisa. La chica joven me da un cuenco hecho de madera, observo que ella tiene otro exactamente igual. Ella se arrodilla ante la sacerdotisa, pero yo permanezco erguido, sosteniendo el cuenco, y a la sacerdotisa parece no importarle. Poco a poco vierte la pócima ardiente en ambos cuencos.

Veo que mi compañera en esto se levanta y se coloca ante mi con el cuenco a la altura del corazón. El líquido deja de burbujear y la voz de la sacerdotisa sigue sonando en un conjuro que parece no tener fin. Con mirada desafiante ella se lleva el cuenco a la boca y yo la imito. Antes de querer darme cuenta ya estoy bebiéndome aquello. Su sabor es desagradable, y siento cómo baja por mi garganta como un líquido espeso. «Participen con nós de esta queimada» concluyen la sacerdotisa y la joven al unísono.


Todo se sume en el silencio, el más profundo silencio. El fuego se ha consumido por completo, ahora sólo son un puñado de brasas. Las brujas habían desaparecido. Sobre la hierba tumbados los dos, la joven bruja y yo.


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