La caldera está encendida
Espero sentado junto a la ventana, la emoción comienza a recorrer mi cuerpo. Todo parece tan tranquilo, calmado, mientras los demás pasajeros se van colocando en sus respectivos asientos. Se escuchan de vez en cuando risas nerviosas, conversaciones informales que casi se convierten en un susurro hasta quedar completamente silenciadas. El fantasma de un silencio prolongado se acomoda entre los pasajeros, vigilo de reojo mi «equipaje» y suspiro aliviado de saber que aún sigue ahí. Siento mariposas en el estómago cuando todo el vagón comienza a moverse.
El paisaje de la estación que se ve por la ventana se va quedando atrás, siento el traqueteo de los railes lentamente bajo mis pies, que poco a poco se va acelerando a la par que la antigua locomotora. Por su enorme caldera engulle los troncos de madera y el carbón que los fogoneros, con el sudor en la frente, arrojan a un fuego que parece un infierno. Encima de nosotros un humo grisáceo va dando pistas de nuestro paradero a todo aquel que mire a las vías.
Las montañas, minadas de una arboleda que duplica su tamaño y adornadas de pequeños pueblos montañeses, nos despiden hasta la próxima vez que volvamos a verlas. La locomotora imprime fervientemente la fuerza del vapor en las ruedas que giran sobre los railes, haciendo un agradable vaivén en el resto de los vagones. Se escuchaban también los gases salir de la caldera a presión, el humo que salía de la chimenea y el tilín de la rueda al posarse sobre un nuevo riel.
El ferrocarril había alcanzado una velocidad estable, seguramente los fogoneros no querrían echar más madera. Me maravillaba que aquella máquina de vapor aún funcionase, y que me estuviera llevando por las vías por dónde trenes más modernos circulan. Se dice que los humanos sobrevivimos psicológicamente gracias a la negación, pues sabemos que vamos a morir y lo negamos a diario, pero esta locomotora se ha negado a ser un trasto inútil expuesto en un museo, y quiere ser historia viva.
El pito suena con un estruendo nostálgico. Cierro los ojos y respiro el aroma que desprende la madera que tapiza las paredes del vagón, y escucho la característica música que el tren va haciendo en su travesía, entre los suspiros de la caldera y el tilín de los raíles. Apenas escucho gente hablar, y me da la sensación que todos, al igual que yo, disfrutan de los sonidos de la locomotora o de las fantásticas vistas, o tal vez de la elegancia clásica del vagón.
Imagino la enérgica furia de la biela moviendo las ruedas a toda la velocidad que el vapor es capaz de transmitir, mientras siento tan sólo un suave vaivén. Suspiro empañando el fino cristal que confina el vagón, con la nostalgia a flor de piel, de una vida en el tren que estaba haciendo un viaje que casi parecía temporal al pasado. Las estaciones de pueblos de todo el territorio se quedaban atrás suspirando por aquella maravilla del siglo XIX que los dejaba atrás sin volver la vista atrás.
El carbón pasaba de la pala a la caldera, alimentando a un fuego que no cesaba. Un fuego cuyo calor salía por ese humo que la locomotora iba dejando atrás mientras este se empeñaba en escalar los cielos. El suspiro de nostalgia empapado de esa poesía que salía de la caldera, los railes que soportaban el peso de la enorme máquina que nos llevaba a todos a un pasado que se resiste a ser una vieja gloria en un museo. Este es el tren de mis sueños, aquel para el que fui fogonero mucho tiempo atrás.
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