Tres limones
Cuenta una antigua leyenda que en un lugar muy lejano, en la rivera de un río, había un limonero que tan sólo tres limones daba, quien cogiera los tres y los partiese en las aguas del río vería ante sí una hermosa mujer sedienta, pero si se le negaba el agua, aparecería otra aún más bella, también sedienta que también desaparecería al negarle el agua, dando paso a la tercera y más hermosa, pidiendo un poco de agua, y esta será el amor perfecto.
Buscando los tres limones como el calor en un día de invierno, como el agua en un yermo desierto, como el hombre que busca su felicidad sin saber que no sólo es una meta sino parte del camino. Sin descanso como el navegante al que la mar no da tregua, como el sabedor de que el camino más corto es la línea recta pero el mejor es la propia carretera, como la herida que va cicatrizando hasta no dejar rastro de aquello que un día hizo daño.
Caminando por todas las sendas que la vida ponga por delante de mi, dejando atrás mi casa, mi vida, arriesgando el pan de cada día y el vino que me sirve de bebida por los tres amargos limones que por sí solos no valen nada más que para agriar cualquier existencia. No obstante, esta quimera cobra sentido como suplemento de una vida que se muestra insulsa y carente de sentido, para volverse tan plena y completa, mientras hace malabares con el placer y los dolores.
Encontré el limonero, tras meses enteros de búsqueda, en un pobre jardín abandonado a la rivera de un río cuyas aguas habían sufrido un abandono a la mano del hombre. Supuse que seguramente hacía ya tiempo aquel paraje seria de los más bellos en la tierra, pues hoy día distaba mucho de ser el escenario de la belleza. Sin embargo el limonero se alzaba frondoso y lleno de azahar con tan sólo tres limones enormes y amarillos colgando de una de sus ramas.
Un primer limón, el que parecía más apetecible, que de no ser por la experiencia, me hubiera comido sin pensarlo. El limón de la pasión, la misma que mueve el mundo con ese afán que hace sentir al hombre sin fronteras y motivado. La pasión que al viejo devuelve a la juventud y al joven le da fuerzas para conseguir lo que se proponga, por muy lejana que se encuentre la meta. Esa pasión sin la cual la vida no se movería.
Abriendo el limón sobre el río comprendí que la pasión sin la razón es tan sólo un jugo amargo e incontrolable.
Un segundo limón, el que parecía el más pequeño y modesto, el limón del respeto, aquel que trata a todos por igual porque no se piensa superior a nadie, el que es capaz de tolerar opiniones que difieran a la suya en mayor o menor rango. Es el que hace que otros se sientan bien en su presencia pues no rechaza a nadie, ni propasa la línea de la confianza. Ese respeto que hace viable la vida.
Abriendo este segundo limón en el río me vino a la mente aquellas personas a la que hay que respetar por el mero hecho de ser personas, pero aún así no merecen respeto. Ese es el jugo amargo.
El tercer limón es el que más me gusta, es el más apetecible sin duda, pero a la par es tan hermoso que sería digno de exposición. Es el limón del amor, el que sincroniza los latidos de dos personas, el que crea miradas cómplices dónde sólo importa la otra persona, es el que crea la felicidad más alta y más pura que alguien pueda conocer. Es la única razón de vivir.
Antes de clavarle la navaja y abrirlo caí en la cuenta de que el amor no es siempre dulce, que tiene sus momentos amargos, momentos por los que hay que luchar… algo por lo que vale la pena luchar. Si abría allí mismo el limón tendría ante al amor perfecto, un amor como el que cuenta la leyenda, sin momentos amargos… un amor ficticio e irreal, por el que no vale la pena luchar. Dándole un beso al limón y sin llegar a abrirlo lo lancé al agua.
Allí perdería la oportunidad de un amor perfecto, pero sentía estar haciendo lo correcto. Se que un amor perfecto no es lo mismo que el amor de verdad.
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