Como un mal sueño
Como suele pasar en casi todos los malos sueños, ahí me encontraba yo, sin comerlo ni beberlo, sin saber cómo he llegado. En parte fuera de mi, en parte consciente. Quería hacer lo que ella me estaba proponiendo indecentemente tanto como deseaba no hacerlo. Me hallaba en un mar de dudas, sin saber si lanzarme o no a un divertido vacío que podría quitarme toda la vida que hasta ahora había conseguido. Mi parte racional me imploraba un «no» evidente, mientras mi parte más concupiscible me pedía que dejara de pensar.
A veces pienso que el alcohol es un demonio que tan sólo quiere ver cómo tocamos fondo. Y en ese punto me encontraba yo, en parte creyéndome el rey del mundo, en parte tranquilo y feliz, como si mis actos no tuvieran repercusión en un futuro. Había salido de trabajar, y sin pasar ni siquiera por casa me fui a aquel local donde con una simple cerveza empezó todo. Una copa tras otra hasta que una compañera se acercó sonriendo de forma lisonjera.
Con el primer beso debí haber parado. Aquello no estaba bien. Pensaba en mi mujer, en lo decepcionada que se sentiría al saber lo que estaba haciendo con esa chica tan joven. En la miseria en la que me había convertido tras aceptar la invitación a su piso. ¿En qué estaría pensando? Tal vez fuera el olor de su casa, o los colores de las paredes, los que me hicieron dar un paso atrás. Por primera vez en la noche mi cerebro actuó, advirtiéndome de que la condena por mi pecado sería la soledad.
«¿Qué te pasa?». Sin esperar respuesta acercó sus labios a los míos y yo como un tonto le correspondí con un adultero beso. ¿Dónde estaba mi razón en aquel momento? ¿Por qué me había abandonado para no seguir adelante con todo aquello? ¿Dónde había quedado mi voluntad? Como un poeta que se deja guiar por su instinto para escribir con una pluma negra, manchada en ponzoña en lugar de tinta, su testamento. Al entrar en su cuarto sentía haber pasado las mismas puertas del infierno.
De nuevo tuve que pararme en seco. «Esto no está bien. Soy un hombre casado». Pero lejos de retenerla, aquel comentario aumentó su lascivia. «Para, para». Le dije cuando empezó a juguetear con los botones de mi camisa, en ese momento, y pese al alcohol que llevaba en la sangre, sentí que todo mi deseo por aquella chica se desvanecía al pensar en la decepción que esto supondría para la mujer a la que tanto había querido durante tanto tiempo.
Con el primer beso había roto la promesa que le hice hace seis años, al casarnos, de serle siempre fiel, y no podía sentirme nada bien con ello. Pero mi cuerpo parecía estar aliado con la chica para quebrar mi voluntad. Si la tierra me hubiera tragado en ese preciso instante, si un mal rayo me hubiera alcanzado para que aquella chica, con la que labré en mi juventud la más bella historia, no viera en lo bajo que he caído esta noche.
De pronto, algo en mi se encendió. Una voluntad férrea que había estado dormida en algún lugar, lejos de toda consciencia. Respiré profundamente. «Esto no está bien». Ella intentaba volver a despertar en mi un deseo que no volvería a surgir por ella. Era como si hubiera apagado todas las llamas del infierno en el que había entrado. Mientras me volvía a colocar la camisa que ella había desabrochado, se rindió en su intento de conquistarme. Yo no soy de esa clase de hombre. Salí por su puerta con la cabeza alta y sin mirar atrás.
Al llegar a casa, mi mujer estaba dormida, con una belleza que ninguna otra podría igualar. He estado a punto de hacer algo horrible, pero aún me queda algo de dignidad y mi amor por ti es más fuerte que nunca.
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