Una escalera a la luna
Aprovecho esta hora en la que todos duermen para bajar al antiguo muelle pesquero, ese que ya no usa nadie. Suficientemente cerca de mi casa para que nadie note mi ausencia, y suficientemente lejos de la ciudad para que ninguna luz eléctrica me impida ver todas las estrellas que pueda haber en el firmamento. Hacía ya mucho que no hago esto, y estoy nervioso por si notan que me he ido, por si se preocupan por mi, pero a la vez siento esa adrenalina de incumplir las normas, y la emoción de estar las estrellas, el mar y yo.
Las viejas maderas crujen bajo mis pies, bien parece que en un momento dado fueran a ceder y me fuera a caer al agua en pijama. Pero aunque mi cerebro me advirtiera del peligro, poca cuenta le acabo echando, pues mi mente sigue embriagada con la amalgama de emociones que me produce estar aquí. El sonido de las olas del mar, la luz tan tenue de la luna reflejada en el mar, dando un toque épico, e iluminando las maderas del antiguo muelle.
Me tumbo sobre las maderas, algo astilladas por el paso del tiempo, algunas dejan ver el metro y medio de caída al agua que hay, pero no me deja de fascinar la infinidad de puntitos blancos que adornan el cielo nocturno. ¿A nadie se le ha ocurrido contarlas? Siento que el vello de mi piel se pone de punta al contemplar el firmamento, y en el estómago tengo mariposas que revolotean al oír la melodía del mar. Es una combinación perfecta.
Me siento como el capitán Kirk en plena misión interestelar, viajando por el espacio exterior con mi nave espacial. Mi mente parece abandonar mi cuerpo y este planeta para flotar por el vacío inmensamente infinito que ofrece el espacio. Imagino pasando junto a Marte, que siempre me ha recordado a un balón de baloncesto, quizás sea por su color. Abro los ojos, y localizo una pequeña estrellita que parpadea color rojo. Apretando un botón de mi nave imaginaria pongo rumbo a Saturno, el más bonito de todos.
Siento cómo la enorme aceleración hace que mi cuerpo se pegue al respaldo de mi asiento. La tripulación que está a mis órdenes empieza a tomar medidas, uno aprieta una serie de botones de colores de un panel que tiene delante, otro parece hablar por su micrófono con la nave más cercana… quién sabe que podríamos estar transmitiendo, tal vez información vital, o quizás un chiste de los que siempre hacen gracia, otro parece escudriñar un mapa estelar que aparece en su pantalla.
Voy hacía la ventana de la nave, y contemplo con mis propios ojos cómo las estrellas se van quedando atrás. A lo lejos se ve La Tierra, mi planeta natal. La señaló con orgullo a los miembros extraterrestres de mi tripulación… aunque ya deberían saber que ese es mi planeta. Veo pasar también junto a nosotros una bella nebulosa verde y azul, con una nube enorme de contornos amarillos, mientras poco a poco la dejamos atrás para llegar a nuestro destino.
El espacio exterior está cargado de maravillas que dejarían boquiabiertos a los más insensibles: galaxias rosas, supernovas azules, agujeros negros, estrellas verdes. E incluso colores que nunca había visto en La Tierra. Seres muy interesantes de todo tipo, que deambulan por el universo, quizás tan anonadados como yo de lo bonito que puede llegar a ser lo que podemos llamar nuestro único hogar. Tan peligroso como bonito, tan caliente como frío, pero siempre sorprendente.
Abro los ojos para volver a La Tierra, al viejo muelle pesquero alejado de la ciudad desde donde tantas estrellas se pueden contemplar. Siento que mi imaginación ha vuelto a hacer de las suyas y ha volado tan lejos como donde nadie antes ha ido, para regresar de nuevo a mi lado. Ya lo he decidido: de mayor quiero ser astronauta.
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