Tambores de guerra

No me atrevía ni siquiera a alzar la vista del suelo de aquel convoy que me llevaba al sitio donde probablemente una bala traicionera pusiera fin a mi alegría. En mi sentía una angustia que no debería sentir, pues me adentraba en la ley de la selva, la supervivencia del más fuerte, el enemigo o yo, un simple peón más que no aparecerá en ningún libro de historia a menos que cometa una barbarie.

En cierto modo, el traqueteo de aquel tanque era reconfortante, podía significar sólo una cosa, seguía vivo, porque claro está que los muertos no sienten. Allí dentro afortunadamente no escuchaba lo que en el exterior, no oía los horrores que se estarían cometiendo, las vidas que allí fuera estarían dando el último suspiro por el interés de unos hombres que jamás en la vida veremos ni yo ni los compañeros que, cabizbajos, conmigo viajan en este convoy a la muerte. 

Contemplaba con extrañeza el arma que tenía entre mis brazos, la aferre como si esta fuera el más suave de los peluches, como un pequeño osito de peluche con mirada melancólica que tiende los brazos a la espera de un abrazo reconfortante, animador, que provocara que un suspiro se escape de mi cuerpo, un abrazo que dijera «no te preocupes, que estoy aquí contigo». Quizás sea una tontería el ver una metralleta como un oso de peluche, buscar una pizca de amor en algo tan frío como un arma.

Me sentía como un reo al que le quedan pocas horas de condena. Sentía en mi la necesidad inherente a mi condición humana de llorar desconsoladamente, de derramar hasta la última gota que desde mis ojos por mis mejillas pudiera resbalarse. Llorar como lo había hecho mi amada el día que nos despedimos en el andén ante la idea de no volver a verme jamás en la vida. Descubrí en mi la necesidad de llegar ya a nuestro destino y poner fin ya a esta insufrible condena.

Ante mis ojos, mientras miraba la quedad que había dentro del cañón de mi metralleta veía aquel peluche, y en los ojos de este veía toda mi vida pasar como un mero observador. Sentir la suave textura de la lana con el que estaba echo el juguete infantil que me hacía regresar a mi niñez, me hacía dar un paso atrás en mi vida. Desde pequeño, mecido con amor por mi madre en la cuna, los besos intensos que mi abuela me daba, dejándome la mejilla marcada, al amor que mi amada me daba en los momentos de depresión, en la auténtica adversidad. 

Me aferraba en aquel momento a cualquier recuerdo que fuera de amor que mi mente hubiese registrado, algún resquicio de esperanza que me garantizara que pudiera sobrevivir a aquel horror que me esperaba al otro lado de las puertas del convoy, algún ápice de fe que impidiera apretar el gatillo con el cañón apuntando a mi frente. Suspiré apartando el arma de mi cabeza, no era tiempo para hacer tonterías, y en un arrebato, quizás para los que me habían adiestrado, «infantil» una lágrima se resbaló por mi mejilla por primera vez en todo el trayecto.


No sabía si mi entrenamiento había sido insuficiente, aunque eso fuese poco importante, si aquel que un día hubiera dado la orden de atacar, se había parado a pensar en las vidas que por su rabieta con otro país, religión o ideal había se perderían y no volverían a ver una primavera con sus ojos. Si yo, por llorar en plena batalla por las vidas que se van sin que se importe su existencia, soy infantil, prefiero seguir siendo un niño pequeño que no un cruel adulto, que manda a otros a defender su ideal sin arriesgar ni por un momento su propia vida, mientras los suyos mueren.


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